lunes, 16 de noviembre de 2009

Nuevas aventuras de Holmes y Watson (2)



LA AVENTURA DEL DIAMANTE PEDRUSKOW (II)
[Dedicado a Sir Lance]

Muchas fueron las aventuras que el Dr. John H. Watson no pudo o no quiso contar de su amigo Sherlock Holmes, el mejor detective del mundo. Pero que el buen doctor no las revelara al público en su momento no quiere decir que no existieran. Y, así, las escribió y las guardó en su archivo para disfrute y regocijo de sus nietos y de las generaciones del futuro. Nosotros hemos podido tener acceso a esos archivos hasta ahora secretos y aquí os iremos ofreciendo algunas de aquellas desconocidas aventuras de Holmes y Watson...






IV. Durante el trayecto desde Londres hasta Surrey, mi amigo Sherlock Holmes y yo tuvimos oportunidad de charlar largo y tendido (íbamos en wagon-lit) así como de comentar el caso, algunos detalles del cual eran extremadamente interesantes, esos detalles bizarros, macabros, truculentos y abracadabrantes que tanto le gustaban a mi amigo. Hablábamos para matar el tiempo…


-¿A eso se refería, querido Holmes, cuando me dijo que esto iba a solucionar mis problemas financieros?


-En efecto –contestó él, exhalando una bocanada de humo de su maloliente pipa– Watson: quien recupere el diamante Pedruskow recibirá una jugosa recompensa de 100.000 libras esterlinas de vellón. Ni qué decir tiene que la compartiré con usted, apreciado amigo.


-¿Tan seguro está de recuperar la joya?


-Of course, my friend. ¿Acaso duda usted de mi pericia? 


-Ni mucho menos, Holmes. Nadie más capacitado que usted para realizar esa tarea. Sólo me temo que el ladrón haya volado…


-Veremos… Aunque haya escapado, no le será tan fácil desahacerse de una joya de ese calibre: sepa que el diamante Pedruskow pesa un kilo y cuarto y mitad de cuarto, posee irisaciones anaranjadas y está valorado en más de dos millones de libras de vellón.


Comoquiera que poco podía hacerse en torno al diamante, cambié de tema y le rogué que me resumiera todo lo que sabía del caso. Por desgracia, era muy poco y se limitaba prácticamente a lo que ponía en los periódicos. Habría que esperar a que llegáramos a la escena del crimen, donde la policía y los testigos podrían darnos una idea más aproximada de los hechos que habían culminado con la trágica muerte de Lord Godofredo Moresby.




V. Tras unas cuantas horas de parloteo, pipa va, pipa viene, y de apestar el tren hasta convertirlo en un fumadero, llegamos a Surrey. El viaje había sido monótono a más no poder. Ya en la estación, como no quedaban automóviles disponibles, porque se los habían llevado para ver las carreras de caballos, alquilamos un carruaje (un dos caballos, Ford Albión, modelo 1881), metimos las maletas en él y nos encaminamos hacia Moresby Mansion. Holmes dejó que yo guiase el carruaje. Gran error por su parte, porque me oriento peor que una tortuga en unos grandes almacenes, y por eso tardamos ocho horas en llegar a la casa del Lord, cuando su casa estaba a menos de una hora de la estación del tren. Casi tardamos más en ese viaje que en recorrer la distancia de Londres a Surrey. Holmes dijo que me lo iba a descontar de la recompensa, por hacerle perder el tiempo…


-Ahora se habrán borrado todas las huellas dactilares, so mendrugo.


-Perdóneme, Holmes. Yo creí que era a la izquierda. Es que esto está muy mal señalizado. ¡La culpa es del alcalde de Surrey, ese Gallardonsmith!


-Ya, ya… Échele usted la culpa al alcalde, merluzo. Llegamos tarde hasta para cenar. Nos quedaremos con las ganas de probar la compota de sardinas con salsa de coliflor de la señora Gaspara Hutchinson…


-¿Cómo sabe usted que ha hecho compota?


-Elemental, bobalicón: porque la vengo oliendo desde hace tres millas… 
 
VI. Al final sí que probamos la compota. Un asco, o al menos eso me pareció a mí, que prefiero un buen plato de cocido londinense con chorizo. A Holmes, en cambio, le gustó: repitió tres veces. Luego repitió que llamaran al inspector Lestrade, quien a esas horas se hallaba durmiendo en la “Posada del Calamar Bizco”, cercana a Moresby Mansion. A regañadientes, vino tras el pelirrojo Tim Timson, el mozo de cuadra del difunto lord, que había ido a buscarle.




-¡Qué durmiendo…! ¡Estaba reflexionando sobre el caso! –gritó Lestrade.



-Nos haría usted un gran favor si nos resumiera los pormenores mayores de este extraño asunto –susurró Holmes, arrellanado en un cómdo butacón.



Mientras Lestrade bostezaba con cara de lechón aburrido, cogí mi libreta y comencé a apuntar lo que decía:


No hay mucho que contar. 
Tiene razón en que resulta extraña la muerte de Lord Moresby, pero más extraña aún es la desaparición del diamante. La cosa fue así: anteayer, a eso de las nueve, el lord se sintió mal. 
Tenía terribles dolores de estómago, como cuando hay que pagar a Hacienda. 
Entonces, se hizo llamar a Rodolfo Hopkins, el médico personal del lord. 
Tras media hora de espera, mientras Moresby se retorcía de dolor, apareció el médico. Lo reconoció y le recetó varias medicinas, amén de obligarle a guardar cama. 
Como el lord debió pensar que se moría, mandó llamar a Basilio Wardroper, el abogado de la familia, quien trajo el testamento del lord y la pequeña caja de caudales que contenía el diamante. 
Le entregaron los documentos y la caja a lord Moresby, el cual, ya algo más aliviado, pidió que le dejaran solo en sus aposentos. A las diez llegó a la casa Artemio Moresby-Jones, el sobrino del lord y su familiar más directo: en realidad, creemos que es el heredero universal de los bienes del lord. 
El sobrino estaba muy inquieto. Por orden expresa del doctor Hopkins, no se le dejó ver a su tío. Sea como fuere, a eso de las diez y media, según relatan los testigos, el sobrino, el doctor y el abogado subieron al dormitorio de Lord Moresby Passington. 
Aún estaba con vida, según han ratificado los tres, y la caja con el diamante estaba en la mesilla de noche, sobre los papeles del testamento. 
Por mucho que el sobrino quiso hablarle, el lord apenas podía articular palabra. Se hallaba muy demacrado y pálido. Al fin, pudo musitar unas palabras: “Té con limón…” 
Como pensaron que eso era lo que quería, mandaron que se lo hiciese la señora Hutchinson. Salieron los tres de la habitación, cerraron con llave y esperaron a que llegase la señora Hutchinson con el té. 
A las once, más o menos, llegó a la puerta del dormitorio del lord, abrió con su juego de llaves, y… 

¡encontró muerto al pobre Lord Moresby!


[En breve, CONTINUARÁ...]

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