Cuentos
CUENTOS
PERDICIÓN
DEL GRIAL
A
Guillermo de Miguel y a todos los amigos que
compartimos
la aventura literaria del Santo Grial
I
Paulette
Laurent, la joven arqueóloga francesa, tan célebre en Europa y en
medio mundo por sus recientes y revolucionarios descubrimientos en
las excavaciones de la Cripta
arqueológica del atrio de Notre Dame de París, decide un día que
debe tomarse un tiempo de merecido reposo.
Tras
notificar a sus jefes de la Universidad de la Sorbona, a la empresa
que patrocina las excavaciones y a sus colaboradores que en su ánimo
se alberga la imperiosa necesidad de un tiempo de solaz, pone en
orden sus asuntos laborales y personales, a fin de comenzar un viaje,
un viaje muy distinto a la aventura de descubrimiento que casi
siempre comporta toda investigación arqueológica.
Paulette
desea emprender una honda, intensa, fértil aventura de aprendizaje
que tal vez se convierta en una aventura de iniciación. Por eso,
además de cerrar el ciclo de sus últimos hallazgos y terminar con
esa etapa de su vida, no olvida comunicárselo a sus padres, dos
ancianitos adorables que viven en la luminosa Aix-en-Provence.
Paulette es una joven prometedora, valiente, entregada a su trabajo pero también comprometida en causas sociales y solidarias. Sus bellos ojos verdemiel guardan para sí muchas imágenes de tierras exploradas, vetustos rincones olvidados, donde moran las mohosas y frías piedras despreciadas por los ignorantes pero a las que ella y su equipo saben dar el valor que le son propios, un valor que tienen desde siempre y para todo futuro posible.
Es
una mujer introvertida, celosa de su intimidad, lo que no impide que
en el curso de su acción investigadora no sea capaz de lanzarse a la
aventura y de tener el coraje de adentrarse donde otros, en
apariencia más fieros o valientes, fracasan por exceso de intrepidez
o vana fantasía. Su sonrisa es juvenil, lleva en sus labios la sal
del mar y en sus largas pestañas, el color de las mañanas
entregadas al estudio de los recovecos más ocultos. Sus ojos
verdemiel entonan con su sedosa melena castaña, que el viento azota
igual que la curiosidad azota la inquieta y avispada mente de
Paulette.
Es
joven pero su juventud no se ve tamizada de idealismo o hueras
ensoñaciones de estudiante con experiencia a pie de arena, es decir,
curtida ya en el duro trabajo de campo. No, Paulette no es una ilusa
y, aunque su alma se ve inundada de la energía de su inmensa
voluntad, tampoco carece de ideales. Ella tiene los pies bien
plantados en el suelo que pisa. O eso cree ella. Sus ojos verdemiel
lo observan y analizan todo, sin dejarse detalle en el desván del
olvido o de la distracción. A su contrastada capacidad de sopesar
variables y discernir posibilidades en un tiempo inmensurable, en
brevísimas fracciones de segundo, a ese esfuerzo de su mente, le
debe todo su prestigio como arqueóloga en el mundo científico, tan
frío como envidioso, en ocasiones tan desconfiado de las novedades
venidas de talentos tan juveniles como el suyo.
II
Una
noche Paulette está a punto de cerrar la puerta de su despacho
cuando el ruido de unos pasos en el corredor del Departamento de
Arqueología la pone en guardia. Aguza sus sentidos. Comprueba que se
trata de pasos decididos, de hombre (duro ruido de las pisadas) y
piensa que se trata de algún compañero suyo que a última hora va a
despedirse. Asoma la cabeza fuera del despacho. No ve a nadie.
Confusa, su joven corazón late ahora con más fuerza. El ruido de
pasos no se escucha ya. Sale y mira otra vez. No cabe decir que tenga
miedo ni nada por el estilo; no es una mujer temerosa, pero comprueba
aturdida que no hay nadie ni a un lado ni a otro. Suspira. Entra en
el despacho.
Nada
más entrar, Paulette observa boquiabierta que al fondo del despacho
se dibuja una sombra alta, espigada, una sombra que avanza hacia
ella, a contraluz, que eleva una mano, como para tranquilizarla. Está
a punto de emitir un grito pero, sea por el ágil gesto de la sombra,
sea porque en el último instante sabe dominarse, contiene la
respiración y guarda silencio. La sombra se acerca a ella y,
conforme se aproxima, se van perfilando los rasgos de aquella figura.
Se trata de un hombre, de un hombre mayor, de porte señorial y
modales caballerescos. Va vestido con un elegante abrigo gris y en la
mano derecha porta una gruesa cartera de piel marrón, envejecida por
el Tiempo. El desconocido aferra con sus rugosas manos la cartera,
como si temiese perderla. Aunque se halla más cerca de Paulette, su
rostro permanece oculto bajo el ala de un sombrero de fieltro,
también de color gris. El hombre avanza, se arrastra casi, camina un
poco más y se detiene al punto.
-Espero
no haberla asustado, Mademoiselle
Laurent -musita con voz hueca y apenas audible. -¿Puedo sentarme?
Paulette
no se explica aún cómo acaba de entrar aquel señor en su despacho
sin darse cuenta ella. Aunque está confusa, la joven arqueóloga no
emite una sola sílaba. Se limita a mover su mano derecha, ademán en
que el mágico visitante interpreta una invitación a tomar asiento.
El extraño abre su abrigo, pero no se lo quita; se desembaraza un
tanto del peso de esa prenda y de la chaqueta; los ahueca y toma
asiento. Se coloca los pantalones de rayas grises, para estar más
cómodo, pero en ningún momento suelta de su mano derecha la cartera
de piel marrón, que pone encima de su regazo. Se arrellana en un
sillón de cuero verde, como la piel de un dragón joven. Carraspea,
se aclara la garganta... La mirada expectante de Paulette le observa,
mientras él susurra lo siguiente:
-No
se inquiete, Mademoiselle
Laurent, puede estar tranquila. No es mi intención asustarla ni
vengo a hacerle ningún daño. Conozco su prestigio como arqueóloga.
¿Quién no la conoce hoy en día? También sé de buena fuente que
va a tomarse un descanso. Se comprende, es muy lógico y natural.
-Disculpe,
pero ¿a qué debo el honor de su visita, señor...? -al fin rompe su
silencio la joven Paulette con esa pregunta, que lanza en tono serio
y con voz decidida, contundente, a su misterioso interlocutor.
-Me
llamo Meredith Lynn -bisbisea el visitante, abriendo sus ojos un poco
más, esperando tal vez que aquel nombre sea conocido para la joven.
Aunque el nombre le suena de algo, al principio la muchacha no sabe
de qué. -Soy... Profesor de Literatura en la Universidad de Oxford,
pero no ejerzo ya. Los años jubilan al trabajador más animoso.
Aunque no es eso de lo que deseo hablarle. Conozco su reputación. Sé
que usted va a tomarse un tiempo de descanso, lo dice un artículo
del Le
Soir
de Bélgica, que habla de su trabajo. Hay varias razones poderosas
para que venga a hablarle. Razones de sumo interés, para usted y
para mí.
-¿A
qué se refiere, Monsieur
Lynn...? -pregunta ella, frunciendo el ceño y apoyándose en el
borde de su escritorio.
-Vengo
a confiarle algo porque siento que la muerte está llamando a mi
puerta, Mademoiselle
Laurent -En ese punto el sombrío visitante hace una breve pausa,
tose y da inicio a su relato, durante el cual la joven arqueóloga
calla y escucha atentamente:
”Soy
un hombre muy ocupado... Llevo toda mi vida estudiando y buscando la
confirmación de algunas ideas y mitos de juventud. Una de ellas
viene siendo una obsesión para mí. Como tantos personajes más o
menos célebres del pasado, siento el anhelo de hallar ese
maravilloso don, ese inapreciable objeto, esa esencia de verdad y
prodigio que, tanto el vulgo gentil como los ilustrados de todo lugar
y época, conocen con el nombre de Grial. No se asuste. No voy a
cansarla con viejas historias de caballeros templarios, de cátaros
en la montaña de Montségur, de mesas redondas, de reyes como Arturo
y Ginebra -entre la historia y la ficción-, de legendarios castillos
ni de fanáticos iluminados como los nazis, que tanto persiguieron el
Santo Grial y otros objetos mágicos, ya lo sabe. Mi tiempo se acorta
pero, antes de partir hacia el definitivo destino de mis días, mi
más ardiente deseo es confiar en alguien, alguien joven como usted,
alguien que pueda seguir, si así lo quiere, esa búsqueda en que me
empeño desde hace tanto tiempo.
”Puede
usted tomarme por loco o lo que guste pero, tras los viajes y
aventuras de mi vida, en pos de mi juvenil obsesión -demostrar qué
es el Grial, dónde reside, quién lo custodia, cuál es su
finalidad...-, concluyo aquí mi trayecto para cederle el testigo a
alguien más joven: usted. Ahora al fin sé, con total certeza, que
el Grial existe, que es una realidad, no un cuento medieval ni una
invención pagana o un mito inalcanzable. Existe. Sé dónde se
encuentra y cómo acceder al lugar en que se custodia. Por desgracia
para mí, no puedo volver a su actual morada. El Grial emerge en
otros sitios, desde Cornualles a Roma, de Roma a Jerusalén, de
Tierra Santa a París, y de París a... Bueno... O del Norte al Sur,
del Este a...
Aquí
el anciano visitante hace una breve pausa, no por cansancio o
tristeza en la narración de su vida en forma de fascinante
confidencia, sino para no revelar el secreto antes de tiempo.
”Arrastro
muchos años; la vejez me consume. Aunque conservo mi fuerza y
voluntad, cualquier viaje se me hace eterno, penoso, insufrible. Es
milagroso que pueda estar aquí con usted. Mi querida Mademoiselle
Laurent, tal vez se pregunte cómo puedo demostrar lo que digo. Pues
bien, en esta cartera que ve se halla un vasto, completo dossier con
todos mis papeles, fotos, anotaciones de campo, ideas, dibujos e
impresiones que se acumulan en mi búsqueda del Grial. Mi búsqueda,
mi Quête,
tan engañosa a veces, siempre mágica, está al borde delfinal.
Espero sepa disculpar mi intromisión. Tenga, Paulette, tenga en sus
manos esta vieja cartera de cuero. Que sus ojos verdemiel la
acaricien. Contiene, como si del cofre de un tesoro se tratase, el
legado de mi solitaria y andariega vida de insaciable buscador. Esta
cartera, mi querida, mi fiel y casi única compañera durante tantos
kilómetros y tantas tierras, cuevas, montes y fronteras, esta
cartera, niña mía, es suya... Si la acepta”.
El
misterioso Profesor Meredith Lynn guarda silencio entonces. Le cede a
Paulette la cartera, que ella aún no toma en sus manos. Guarda
silencio también. Tan solo un minuto pues, antes de coger en sus
manos de infatigable aventurera el fruto del trabajo ajeno, se
pregunta como el rayo qué es todo ese prodigio, cómo aceptar algo
de un extraño, por qué ponerse de nuevo a buscar algo a lo que
ella, mente sensata y racional, no concede apenas crédito. Al cabo
de ese minuto, se decide a hacerle al Profesor Lynn unas cuantas
preguntas:
-Escuche,
Profesor... No dudo del valor del trabajo de toda su vida; seguro que
en esa cartera hay hallazgos valiosos pero, si no le importa,
respóndame: ¿Por
qué yo?
-¡Usted,
Paulette, usted
es la persona indicada! No hay otra, no hay nadie más. A día de
hoy, cuando me queda tan poco por vivir, no creo que haya en toda
Francia, ni en toda Europa, nadie más capacitado que usted, nadie
más valiente para afrontar las últimas pruebas. La barrera del
Grial es invisible e infranqueable para mí, pero puede ser
atravesada por usted. No lo dude... Le imploro, acepte ese regalo,
niña mía.
-Pero
Monsieur,
¿qué quiere que haga con todo ese material de su estudio?
¿Renunciar a mi descanso para buscar una quimera? ¿Ir a una
editorial para que me publiquen un libro que no es mío...? ¿Más
viajes?
-¡Quiero
que lea mi archivo del Grial! -alza por primera vez su tono de voz el
señor Lynn. ¡Quiero que lo estudie, que
lo viva,
que lo sienta! Y, si desea invertir algo de su merecido descanso
continuando mi labor, allá donde mis papeles se interrumpen sin
fruto, si desea sumergirse en la Quête
du Graal,
no lo dude, ¡hágalo...!
Siga ese sendero del que yo acabo de salir. ¡Esta puede ser la
ocasión de su vida! Es la investigación más crucial de su carrera.
La aventura más hermosa, aventura reservada, desde siempre, para
usted. Ya me marcho...
Al decir estas palabras, el señor Lynn se apoya con dificultad en
los brazos, se masajea las rodillas, se coloca el sombrero ocultando
de nuevo su rostro de esfinge, se abrocha el abrigo gris y se dirige
hacia la entrada. En el umbral de la puerta, con su rugosa mano en el
pomo, susurra:
-No
desperdicie esta oportunidad, chérie,
por lo que más adore, no desdeñe el poderoso influjo transmutador
del Grial. Dispénseme por ser tan brusco como para tratarla con una
confianza impropia en personas que acaban de conocerse. Tómese ese
tiempo de relax. Tome mis papeles y léalos, querida. Contemple mi
Obra. Queda ya en su poder, para usted, para siempre. Au
revoir,
Paulette.
El
Profesor Meredith Lynn camina rumbo al viaje del que ninguna persona
regresa. Ella observa atónita la cartera. Está segura de no querer
inmiscuirse en ese asunto. No sabé cómo ni por qué pero toma entre
sus manos la vieja cartera de cuero. Le asaltan dudas y tinieblas.
Siente
que se marea, que todo da vueltas en una espiral sin fin, que la
habitación pareciera cobrar vida y disolverse, para luego aquietarse
y volver a su ser. Se balancea, balancea, balancea... el cuerpo de
Paulette. Cae, casi desmayada, en el sillón de su despacho. El
sillón verde, sus ojos sin brillo, el sillón verde como la piel de
un dragón joven, la cartera de cuero, la tiniebla y el resplandor,
las manos del desconocido, la luz y la sombra, el sombrero, las
palabras y los pasos fugaces del desconocido inesperado. Y los
párpados se cierran...
III
Desde
aquel episodio sin sentido, la vida de Paulette cumple días y
noches, pasan lunas y estrellas, los papeles de Lynn, las fotos...
Realiza el viaje a la Abadía de Gladstonbury***, Inglaterra, pero
cada madrugada sufre la misma pesadilla: la noche del fatídico
encuentro con Lynn, que se repite una y otra y otra vez. A pesar de
todo, emprende la búsqueda cogiendo con fuerza la cartera de cuero
marrón que el Profesor, su guía o su hado, quién sabe, le entrega
aquella noche o todas las noches, y ella no ignora, sin embargo, que
Meredith Lynn ya está muerto. Sus mapas, fotos y manuscritos son la
puerta, la clave, la señal para asir el anhelo que persigue... ¿O
no lo son? Cree poseer el más valioso legado, la magia de su
evanescente mentor, que ella vio aparecérsele como de la nada. Esa
cartera de cuero marrón repleta de folios, dibujos, delirios
-¿generoso don o regalo envenenado?-, Paulette no quiere compartirla
con nadie.
Van
y vienen en la mente de Paulette Laurent, en infinita espiral de
ensoñaciones, anhelos, ¿vanidades...?, vienen y van los documentos,
las fotos, los apuntes a mano, las indicaciones de Meredith Lynn. Se
abre en su recuerdo un gesto indefinible del Profesor oxoniense. Unas
palabras, anotadas por él en la parte de atrás de una acartonada
foto, tomada con Polaroid, no dejan de martillearle el cerebro, en
ritornello
de grillos del campo. En esa extraña instantánea, se ve a Lynn en
Glastonbury, junto a un pasaje oculto, una escala que parece no
conducir a ninguna parte, ya que asciende al cielo, pero se ve en
ruinas, sin continuación posible. Las palabras que Lynn escribe tras
la foto son estas (las mismas sílabas que van minando poco a poco el
juicio de Paulette):
Aquí.
Ahora. Arriba. Abajo. En lo profundo. Tierra. Grial.
Secreto desvelado. V. A. Estrella. Sureste. Suroeste. A.V.
Vienen,
van las palabras de Lynn a la mente de Paulette, como un infinito
ritornello
de grillos del campo, como una melodía inexplicable, enamorada. La
clave, pues, está en la Abadía de Glastonbury.
Allá
en Glastonbury, en Somerset, en aquel lugar sin tiempo, en ese imán
de poder, amor, muerte y encanto, allá tal vez aún resplandece la
espada de Arturo, Excalibur.
Allá, el espíritu de Cámelot anida entre los árboles y los muros
de musgo verdoso, junto a la mirada culpable, triste y enamorada de
Ginebra. Entre aquellos parajes en ruinas que apuntan al cielo,
Paulette encuentra la morada actual, sede y urna de los arcanos
griálicos. Ante ella se descorre el velo, tesoro de secretos
indescriptibles. Se sume o se subsume en el inenarrable Grial. Se
obsesiona, como Lynn; se obsesiona con el propio Lynn; se embebe en
su
Grial,
incluso se le vuelve materia visible, se materializa en ella lo
invisible y no comprende nada, o cree comprenderlo todo. Ese Grial,
descubierto o invocado en los papeles de Lynn -sea cáliz, mesa,
copa, piedra o delirio- desaparece de nuevo, se desvanece. Y todo
comienza una vez más, como olas de mar, las olas y el mar... Nacen y
mueren en la playa. Vienen, van.
Paulette
se entusiasma y regresa una segunda, una tercera vez y, como atrapada
por el deseo de revivir su pesadilla y su gozo, se abisma cada día
más en esas inefables epifanías. Nadie la ve; ella cree verlo todo.
Poco a poco, le va acechando el cansancio, la consume cada nueva
fusión con esa fuerza desconocida, ese ente indefinible que posee
vida propia. A nadie atiende ya Paulette. Olvida a sus padres, olvida
a sus compañeros de trabajo, olvida su carrera como arqueóloga. Lo
olvida todo porque lo tiene todo ya. O eso cree ella. Al fin de su
aventura, vagabundea errante, frágil alma solitaria entre sombras y
arboledas, hasta el desenlace final, el último suspiro de su corta y
triste vida.
Porque
hoy Paulette
ya no es Paulette.
Internada,
recluida en un hospital de salud mental, ve pasar días y noches,
lunas, estrellas, papeles, fotos, las piedras mohosas, las ruinas de
la Abadía en Glastonbury, la imagen del viejo Profesor Lynn, aquel
su primer encuentro, su desvanecimiento, la espiral, el sillón de
cuero verde como piel de dragón joven. Ya no habla apenas, salvo
cuando la obligan. Escribe. Le dejan escribir. Quieren que escriba.
Eso la tranquiliza. Sufre convulsiones, ataques de ira o de
melancolía, fobias, miedos... Le dejan escribir. Quieren que se
entretenga.
Un
enfermero la encuentra esta noche pasada, tendida en su cama, boca
arriba. Sus ojos abiertos miran la luz de las estrellas que se filtra
por un ventanuco deprimente. Los días anteriores a su muerte,
Paulette Laurent, la joven arqueóloga de ojos verdemiel, deja
escrita una nota en un trozo de papel amarillento. Uno de los médicos
del hospital certifica su muerte por ataque cardíaco. Otro médico,
en esa triste celda, coge con cuidado ese folio, testamento o delirio
de una vida truncada, y lee unas palabras que él, hombre de ciencia,
no entiende ni vislumbra. Estas son las últimas palabras de
Paulette:
Vida.
¡Mi vida no...! ¿Eres tú otra vez? No. Lo sé. Eres tú y no eres
tú, eres ya, eras, no eras nunca, y eres siempre. ¿Eres tú otra
vez? Mi vida no... M... Grial. M... Lynn. Mi Grial... M... Lynn. M...
Mentira. M... Muerte. Mi G... Mi Guía. Abismo. Noche. Estrella al
Sur, al Sur, al Sur. Estrella. Espiral. Sin término o comienzo. Fin.
*******
Francisco Javier Capitán
(Octubre-noviembre de 2014)
(Octubre-noviembre de 2014)
NOTA:
***Abadía
de Gladstonbury:
La abadía de Glastonbury, situada en Glastonbury, Somerset (Inglaterra), es una de las iglesias no subterráneas más antiguas del mundo (por oposición a las criptas y catacumbas), cuyos orígenes se remontan al establecimiento de una comunidad de frailes del año 63, en el momento de la visita legendaria de José de Arimatea, que habría aportado el Santo Grial y habría plantado el espino blanco. Aunque estos hechos parecen hoy poco verosímiles, la abadía conserva su interés gracias a sus ruinas y a su rica historia. El origen de la abadía es sin duda sajón y se remontaría al siglo VII. Reconstruida, ampliada e incendiada, fue erigida nuevamente en el siglo XII. En cuanto a las leyendas, una de ellas dice que el rey Arturo y la reina Ginebra están enterrados a Glastonbury y que sus cuerpos fueron "descubiertos" en el cementerio en 1191. Sobradamente diseminadas entre los espacios de césped, las ruinas se erigen altivas entre majestuosos árboles. La capilla de la Virgen, de piedra de Doulting, posee una torreta de ángulo, paredes muy adornadas y admirables puertas; la del norte está decorada con representaciones esculpidas de la Anunciación, los Reyes magos y Herodes. En el este de las columnas góticas del crucero todavía permanecen de pie las paredes del presbiterio y, detrás, la antigua capilla de Edgardo, mausoleo de los reyes sajones.
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