jueves, 14 de julio de 2011

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (y 12) [Dedicado a CAMINANTE]


NOTA: Esta es la última entrega del relato policial que le he dedicado a nuestro amigo CAMINANTE. Es un poco más larga de lo habitual por la mucha tela que quedaba por cortar. Os pido disculpas por ello. Se podría haber prolongado el tema dos o tres entregas más, pero no deseaba agotaros ni aburriros más con esta historieta. He disfrutado mucho leyendo vuestros amables y amenos comentarios, que os agradezco a todos infinito. Ahí va el final de...


DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (y 12)

Al escuchar las palabras acusadoras del Inspector Grandison Chase, que señalaban al Fiscal Arthur Parks y a la señorita Artemise North, todos los que estaban en el salón mostraron su asombro y, algunos de ellos, tal vez cierto desprecio a las dos personas que eran objeto de la explicación de Chase. La señora Eleanore Woolcott apartó la mirada de la señorita North, la cual buscaba su protección o, al menos, comprensión ante lo que consideraba una injusticia por parte del oficial de Policía.

Mientras el Inspector desgranaba los argumentos de su solución, Artemise iba variando sus sentimientos: si al empezar aparentaba rabia e indignación, luego cayó presa del desánimo y la desesperación, pues veía acumularse en su contra el peso de las razones del Inspector a pesar de que, de momento, no había aportado ni una sola prueba contundente. 
 
El Inspector mismo era consciente de esa falta de elementos probatorios, pero eso no le preocupaba. Encontraría las pruebas; siempre lo hacía. Fue terminando su solución del misterio, la cual, según me contaron Flambeau y el Padre Brown, esbozó más o menos de esta manera:

Sí, no lo duden, damas y caballeros: Parks compró las balas en la armería de Hook a la que volvió el día siguiente. Es claro que antes de ir a la tienda se había disfrazado de viejo, caracterizándose como el señor Henry Redvill, a quien conocía bien e imitaría en su parsimonia y lentitud. Solo había una cosa en la que no podía imitar a Redvill y era en su bizqueo por lo que, me figuro (y para demostrarlo necesito un testimonio completo del empleado que le atendió) que usaría unas gafas ahumadas. Quizá se atreviera a fingir el bizqueo de ojos, cosa no tan difícil como parece. 
 
En definitiva, Parks (ya maquillado como Redvill e imitando su forma de moverse y de hablar) fue a la Hook's Armory. Aprovechando el afortunado hecho de que el dueño había salido (o tal vez sabiendo de antemano que a esa hora y ese día iba a salir), llegó a la tienda, entretuvo al dependiente y, en un descuido, sustrajo la caja gemela, que le era necesaria por varias razones. Él no podía ser quien cambiase la caja (para eso precisaba la ayuda de un cómplice, Miss North, en este caso), pues debía crearse una coartada. Tampoco podía ser él quien cambiara las balas, en el caso de que hubiera hecho falta cambiarlas. 
 
¿Por qué hicieron el cambio de la caja, por qué no limitarse a cambiar solo las balas? Está muy claro: a una mujer le habría sido muy difícil manejar el mecanismo de carga de munición de las pesadas y complejas Mauser C96 y, aunque solo las hubiera puesto en la caja con la munición simulada, podría haber dejado sus huellas o tal vez ser sorprendida por el Juez que, no lo olvidemos, dormitaba allí y podría haberla pillado in fraganti. ¿Lo entienden ahora? Era más fácil que North cambiase las cajas que las balas. Para su plan de falsa acusación, es decir, para hacer recaer la acusación sobre el propio Parks era necesario que en las balas solo encontráramos sus propias hullas y las de nadie más. Luego, nuestra inocencia y candidez, como la del Padre Brown, harían el resto: al hacer recaer la culpa sobre él buscaba que terminásemos por exculparle, por eliminarle de la lista de sospechosos. Era muy arriesgado, sin duda, pero muy efectivo y hasta efectista, diría.

Otra cosa: ¿Por qué hacerse pasar por Redvill? Porque era el candidato perfecto. Primero, porque el propio Parks le odiaba y le tenía por personaje mezquino y aprovechado. Segundo, porque era fácil hacerse pasar por él. Y tercero, porque le acusaba del hecho y proporcionaba a la Policía un buen sospechoso que, tras exculpar al Fiscal, apartase las miradas de él y de la señorita North. Parks había hablado con Redvill. Era necesario que el viejo conociera todo del duelo: las Mauser, las balas simuladas y las peculiares cajas de madera de la Armería de Hook, para que ante Scotland Yard no quedara como ignorante de lo sucedido. Además, Redvill era amigo de Hook y, en principio, no era extraño que fuera a visitarle a su tienda de armas. Como pueden ver, era una jugada maestra. 
 
Una vez se hizo con la segunda caja, Parks las trajo a Woolcott Manor. Es preciso partir de la hipótesis de que, antes de venir, él y su cómplice ya habían trazado y repasado el plan varias veces. Me imagino que el viernes, cuando nadie se diera cuenta, la señorita North y el Fiscal debieron verse a solas, tal vez de noche, y ese sería el momento en que la señorita recibiría la caja que, de momento, dejó en su habitación. 
 
Al día siguiente, tras la comida, Parks mostró a todos la caja con las balas de munición simulada. Era necesario que la vieran y comprobaran, para dar validez al duelo y porque, además de Woolcott, que era muy entendido en armas, estaban el sr. Flambeau y el Capitán Gallagher, los cuales se habrían dado cuenta, sin duda, del cambiazo, si este hubiera sido hecho antes. Ahí residía la primera dificultad del plan de Parks y North. Pero la salvaron de la siguiente forma: todos salieron de la sala de juegos. Redvill se fue a dormir, Parks buscó su coartada con Sir Wilfred, la víctima de toda la maquinación infernal; Flambeau y Brown se fueron arriba, a sus dormitorios; Gallagher se esfumó también y solo quedó en la sala el Juez Oliver Thorpe, que estaba profundamente dormido y, encima, es sordo -mírenlo ahora, ni se entera de que estoy hablando de él, jajaja...
 
Hay algo que Miss North tuvo cuidado en no contarnos y es que se ausentó un rato, entre el instante en que terminó su té con las Woolcott y fue a acompañar a Redvill. Para ella fue fácil aprovechar el momento de dejar la compañía de la sra. Woolcott y su hija para entrar en la casa, subir a su cuarto, coger la caja de madera con las balas de verdad, bajar de nuevo y sustituir una caja por otra. ¿Qué hizo con la caja de las balas falsas? Era arriesgado subir otra vez, así que la ocultó en su bolso o en cualquier otra parte, tal vez entre los objetos de la colección de Sir Wilfred, donde nadie la vería, pues son muchos y se apilan en todas las habitaciones, sin orden ni concierto. Luego, y mucho antes de que yo llegase, ya la tuviese en su bolso o ya la hubiera ocultado entre los mil cachivaches de Woolcott, le fue muy fácil rescatarla, sin ojos ajenos que la observaran, y llevársela de nuevo a su cuarto. La parte más compleja del plan debió realizarse más o menos así, según creo, y no suelo equivocarme, son muchos años de oficio...

Antes de que se celebrara el duelo, la señorita North volvió a toda prisa para juntarse con Redvill, con la excusa de charlar y tomar el té, de forma que se creaba una buena coartada para el momento en que nos querían hacer creer que se habían sustituido las cajas. Todo fue muy diestra y cruelmente maquinado por usted y su cómplice, Parks, el cual solo tenía que fingir una vez más. Sí, se mostraba demasiado tenso y nervioso, y fingió que se había reconciliado con Sir Wilfred y que él no sabía nada de esta trama. Su nerviosismo era auténtico, en parte, ya que temía que alguna cosa del plan saliera mal. Y, en efecto, algo salió mal. 
 
El Capitán George Gallagher, no sabemos bien cómo, vio a Artemise North cambiando las cajas. En ese momento comprendió la jugarreta, incluso debió entrar en la sala de juegos, mirar la caja de nuevo y darse cuenta de la sustitución. Sabemos que no tocó las balas. De lo contrario, sus huellas estarían allí y solo hallamos las de Parks. De cualquier modo, comprendió que la vida del Magistrado, el padre de su amada, corría serio peligro. Podía hacer dos cosas: avisar a Sir Wilfred o tratar de interrumpir el duelo. 
 
Su primera intención fue darle alguna pista al buen Magistrado, y por eso improvisó el papelito que hallamos en el estuche de las armas. De forma apresurada, escribió un anagrama en el que acusaba veladamente a Miss North, es decir, “Miss Ene” o “Ene Miss”, que es la palabra que puede verse en el papel: “enemiss”. Sabía que Sir Wilfred lo entendería y por eso colocó el trozo de papel en el estuche. El Padre Brown sostiene que fue un hombre quien escribió esas palabras. Eso confirma que pudo ser Gallagher...

Pero fue una decisión de lo más absurdo y erróneo. Quiero pensar que el buen Capitán no deseaba acusar en público y directamente a la periodista, tal vez porque, en su fuero interno, no estaba seguro de la implicación de Miss North en algo que, no olviden, a esas horas aún no había sucedido. He pensado, incluso, en la posibilidad de que George Gallagher, que había discutido muy agriamente con Sir Wilfred, escribió el papelito porque sabía que el Magistrado Woolcott no querría hablar con él, no estaría dispuesto a escucharle ni menos a creerle nada de lo que le dijera. 
 
Por eso utilizó Gallagher el subterfugio del anagrama, que fue visto por Sir Wilfred, no sin preocupación. Sin duda, en un instante comprendió que algo sucio se tramaba contra él pero, o bien no fue capaz de descubrir que en esas letras se acusaba a Miss North, o bien no le dio mucha importancia, ya que no se suspendió el duelo, cosa que habría sido muy juiciosa. Pienso que el rostro del jurista debía mostrar inquietud y hasta temor pero no serían tan abrumadores como para suspender el duelo. 
 
Cuando Gallagher vio que Sir Wilfred se lanzaba directo a su muerte, no le quedó mas remedio que volver a su segunda idea, la de interrumpir el duelo y, ya que el tiempo se le había echado encima, en lugar de salir al jardín para impedir que los duelistas disparasen, fue al invernadero, sacó su arma, presumiblemente y, según opina el Sargento Carruthers por el resto extraído del árbol, una pistola Colt 1911 Government 0.45 ACP. Luego, y con todo el sigilo que pudo, abrió la ventana, sacó su brazo con el arma, situando su ángulo de tiro contra Parks pero sin querer dispararle. Podía suponer que era el cómplice de Miss North, aunque hubiera sido un error matar al autor de un crimen que no se había cometido: la situación de Gallagher habría sido muy comprometida si, al final, Sir Wilfred no hubiera muerto y él, en cambio, hubiera disparado contra Parks, ¿no creen? 
 
El Capitán apuntó entonces al sitio donde estaban Redvill y las tres damas, Miss North entre ellas, pero tampoco quería herirla, por las mismas razones con acabo de señalar para Parks. Su idea, en fin, fue detener el duelo con un disparo contra uno de los árboles del jardín. De nuevo se equivocó porque su error fue demorarse demasiado al apuntar y efectuar el tiro, que dio en el blanco que él había pretendido, como nos asegura Carter, quien conocía bien la excelente puntería del Capitán, pero demasiado tarde como para detener el duelo e impedir, con ello, la muerte de Sir Wilfred. Por eso tuvo que huir tan precipitadamente y... el resto ya lo saben ustedes.

Entre dos era muy fácil ejecutar el plan. Él llevaba la parte más incómoda pero usted, Miss North, le ayudó y así consumaron uno de los crímenes más astutos y sangrientos de la historia de Inglaterra. Consumaron, también, su venganza. Sí, porque Parks obtenía con la muerte de su rival la satisfacción que el mundo de la judicatura no le había dado, aparte del pleito aquel de la finca de Oxford. Y usted, señorita North, aunque lo haya negado, tendría la reparación de su honor. Por mucho que diga lo contrario, es fácil imaginar que Woolcott sí se habría propasado con usted, a cambio de más dinero para satisfacer su vicio y su ludopatía, que usted ha confesado a medias. Para mí, el asunto está claro. Esta es mi solución del caso, señores.

Al decir aquello, el Padre Brown pareció despertar como quien despierta de una pesadilla violenta y enfermiza. Las palabras de Chase le habían sacado de su habitual estado de letargia, de aparente abulia o distracción. Antes de que la indignación y la ira cundieran del todo en la señorita North, el cura de la parroquia de Camberwell hubo de intervenir una vez más:

-Querido Inspector Chase, ¿no le parece que se ha precipitado usted mucho, acusando a la señorita North de complicidad con Parks? Fue usted mismo quien no hace mucho tiempo reconvino a nuestro amigo Flambeau sobre eso de “dejar las conclusiones para el final”. Permítame decirle que no hay nada sólido en sus aseveraciones. Su solución es un cúmulo de conjeturas. Pudo ser así o no, no hay nada que pruebe las relaciones entre la señorita North y Sir Wilfred, y menos entre ella y el Fiscal. Ha sido usted ingenioso en lo del anagrama de “enemiss” y en sostener que Parks se disfrazara de Redvill pero tampoco puede probarlo y, sobre todo, es muy discutible lo de que “enemiss” signifique “Miss Ene”. 
 
Guardaron silencio ante las palabras del clérigo, el cual continuó diciendo:

-No, amigo mío, en esa palabrita del demonio hay algo más, algo que yo, con toda humildad lo digo, creo haber descubierto gracias a Flambeau. Le ruego se disculpe ante la señorita North, antes de que mi buen amigo, aun a riesgo de ser detenido por sus agentes, le arree a usted un sonoro puñetazo, que ya le veo las ganas de hacerlo, y es que él no puede dejar de ser dos cosas: gascón y caballeroso, hasta límites ridículos. A Hércule Flambeau, antaño galante ladrón de guante blanco, le pierden ambas cosas, pero le puede más su cortesía con las damas y no tolera que nadie las ofenda. Sea juicioso y discúlpese, aunque siga sospechando del Fiscal y de Miss North...

El Inspector masculló algo entre dientes pero, visto que su amigo el cura católico tenía razón y que el francés estaba a punto de saltar de su asiento para liarse a golpes con aquel que mancillara el honor de una dama, hubo de disculparse ante Miss North. Con todo respeto, esbozó una súplica y pidió perdón a la damisela, no sin recordarle que seguía bajo sospecha. Entonces fue Flambeau quien, levantándose al fin de su silla, casi derrengada por el peso del coloso, realizó uno de sus típicos gestos efusivos y pidió permiso al Inspector Grandison Chase para ofrecer a todos su propia solución del caso, que expuso de forma breve y concisa. Pues lo que les voy a transcribir aquí, queridos lectores, es

LA SOLUCIÓN DEL DETECTIVE HÉRCULE FLAMBEAU

-No caeré -comenzó Flambeau su explicación, haciendo gala de una potente sonora y significativa voz, aunque trufara su discurso con algún que otro galicismo, inevitables en él- en los mismos errores de apreciación que mi querido amigo y colega, el Inspector Grandison Chase, y trataré de brindar a todos ustedes una solución basada en los hechos, las declaraciones y la lógica, comme il est habituel dans ces cas criminels...

Para empezar, he de decir que la clave del misterio estuvo en el momento en que Sir Wilfred y el Fiscal Parks nos enseñaron a todos los demás ese estuche de las armas y la caja de madera con las balas. Et bien, pude verlas bien de cerca, aunque me fijé en que el Capitán Gallagher, que en ese justo momento estaba a mi lado, aunque las miraba, apenas si fijó la mirada en el estuche de las armas o en las balas, cosa que me llamó poderosamente la atención. 
 
Tous vous savez bien que el irlandés, Monsieur Gallagher, es muy conocido por su excelente puntería y por su alto conocimiento en el campo del armamento civil y militar. ¿Cómo explicar que no les prestase ni un leve minuto de su tiempo a dos maravillas como esas Mauser C96 o a las curiosas balas de munición simulada? Solo se me ocurre que, o bien su mente estaba ocupada y preocupada por otros asuntos (algo muy vago y que rechazo de pleno) o bien porque él ya sabía de antemano que esas dos balas no eran, en realidad, de fogueo. Porque él y su cómplice las habían cambiado con anterioridad. C'est-à-dire, mes amis, no llamaron nada su atención porque ya las había visto antes. O mejor, porque ya antes había visto las auténticas balas de munición falsa. Por eso apenas se fijó en ellas cuando mi pobre amigo Woolcott y el Fiscal nos las mostraron. Eso nadie más lo advirtió pero a mí me resultó très significatif, propio de un plan criminal.

Gallagher y su cómplice conocían los pormenores del duelo. Sabían bien el tipo de armas y la clase de balas que se iban a usar. Se puso en contacto con Parks, el abogado de su familia y contra quien guarda ciertos recelos, porque es típico de ciertas personas el odiar a los abogados, y más a los que trabajan para nosotros. Llamó a Parks para averiguar dónde había adquirido las balas y se enteró de que lo hizo en la Hook's Armory. Por otra parte, también sabía, por las muchas veces que Sir Wilfred le había invitado a sus fiestas, que entre los invitados estaría el anticuario Redvill, del cual no era difícil suponer que conocería al sr. Walter Hook. 
 
El resto de su diabólico plan para acabar con la vida de Woolcott vino solo: el Capitán Gallagher, aunque de enorme estatura, bien pudo disimularla con la espalda encorvada. Si a eso le añaden un peu de maquillage (y el Padre Brown sabe que entiendo de eso, por haber realizado muchos de mis robos disfrazado de ciego o hasta de sacerdote), pues tendrán a George Gallagher convertido en Henry J. Redvill. Monsieur le Capitaine Gallagher es hombre conocido, de mucha fama. Su nombre y su foto han salido muchas veces en la prensa escrita. C'est pourquoi él no podía exponerse a que Hook o sus empleados le reconocieran y fuera encausado por un error tan estúpido. Se hizo pasar por Redvill, para desviar la atención de su persona y dirigir todas las miradas hacia el pobre y viejo anticuario. 
 
Sin duda, debió preguntar al empleado por la caja que el día anterior les comprara el sr. Arthur Parks y, en una distracción, sustrajo una réplica de la caja, idéntica en todo, pero con la diferencia de que luego le añadirían unas balas de verdad, letales en un arma como esa. Esta claro que fue su cómplice quien cambió las cajas, tal vez el mismo viernes. De ahí que al Capitán no le interesara fijarse en las armas ni en las balas. Luego desvelaré quién fue el cómplice necesario de Monsieur Gallagher.

El plan de estos dos criminales era arriesgado pero podía funcionar. Tenía la ventaja de que podía pasar como un asesinato premeditado por Parks o Redvill, o ambos dos, que tuvieron viejas rencillas con l'honorable Magistrat Woolcott. Tenía sus inconvenientes: que el duelo podía haberse suspendido o tal vez Sir Wilfred pudiera adelantarse y que su disparo hiriese a Monsieur Parks o le matase. Eso me lleva al segundo disparo, para el que el Inspector Chase ha esbozado una tan pauvre explication. Para asegurarse la muerte de Sir Wilfred, Gallagher provocó una agria discusión con él, discusión que le permitía ausentarse del duelo, aunque pudiera dirigir contra él nuestras sospechas. Se arriesgaba mucho pero era casi lo único que podía hacer. Con la excusa de no asistir al juego de las armas, fue a su cuarto a preparar su propia arma: limpiarla, cargarla y tenerla dispuesta para las seis. Un poco antes, se colocó en el ventanal del invernadero, esperando a ver cómo se desarrollaba el duelo. 
 
Si Woolcott se anticipaba en el disparo, él dispararía contra el Magistrado para que todos creyeran que Parks también lo hizo y que los dos tiros habían coincidido. Si tenía suerte, como la tuvo, sería el Fiscal quien se adelantase y matara, sin saberlo, al pobre Magistrado. En tal caso, estoy cierto que él no tenía pensado disparar. Pero advirtió que Sir Wilfred le había visto; que, si no era muerto y solo caía herido, podía testimoniar en su contra y contra su absurdo e inexplicable proceder, y tal vez incluso se diera cuenta de que la señorita North le vio, con lo que no tuvo otra opción que disparar. Debió ocultarse y olvidarse de disparar, pero cometió el error de hacerlo y por eso su tiro dio contra el árbol. Tal vez pensó que ya se le ocurriría alguna que otra excusa, posiblemente que sabía algo de la supuesta conjura de Parks y que trató de evitarla. Eso es todo en lo que se refiera a Gallagher.

Su cómplice fue más astuta y taimada. Mais oui, Mesdames et Messieurs. La persona que ayudó al Capitán Gallagher en el desarrollo del maquiavélico plan no fue ni mas ni menos que la indignada, triste e inocente Louise Woolcott. Estoy seguro de que, al principio, ella se resistía a liquidar a su padre, pero pudo más su amor por el Capitán que su amor de hija, y espero que una dama como ella perdone mi atrevimiento. Fue ella quien convenció al padre de que Gallagher asistiera a la fiesta, contra la opinión de Sir Wilfred; ella hizo la sustitución de las cajas y colocó en el estuche de las armas el mensaje de “enemiss”; ella nos engañó con respecto a sus planes, sentimientos y motivos: los dos querían casarse, lo que el buen Magistrado desaprobaba totalmente. Además, querían la herencia de Sir Wilfred. Con lo de “enemiss” solo trataron de despistarnos, apuntando a Redvill (por lo de la estatua de “Némesis”) o a la señorita North (porque “enemiss” recuerda a “Artemise”). Mi cultura francesa me lleva a pensar que “enemiss” podría significar, en realidad, “mise en s.”, abreviatura de “puesta en escena” (C'est-à-dire, mise en scène). Eso fue justo a lo que asistimos, a una bien cuidada representación escénica, con esa teatral discusión entre Woolcott y Gallagher y ese segundo disparo, ejecutado a la desesperada pero que era una forma de asegurar la muerte del Magistrado. Et voilà! ¿Es necesario que continúe, mes amis?

Todos quedaron pasmados y perplejos ante la sorprendente solución del detective francés. Antes de que el Inspector o el Padre Brown pudieran dar su opinión al respecto, saltó de su asiento indignada la joven Louise, cuyo rostro dejaba ver a las claras su enfado, su rabia y su ira patentes contra el coloso de Gascuña. Profirió varios gritos y quejas contra las palabras que el buen Flambeau había esbozado, pero antes de que lanzase contra él toda la fuerza de sus manos y sus dedos casi como en garra, se levantó el sacerdote y, pidiendo calma a todos, tomó la palabra. Pidió paz, llamó a la reconciliar los ánimos y rogó que le escuchasen unos minutos. Eran los doce y media de la mañana de aquel domingo lleno de sorpresas. Justo cuando Brown iba a empezar su explicación del misterio hubo algo que le interrumpió. Fue una oportuna llamada. Era el Sargento Carruthers, que se puso en comunicación con el Inspector Grandison Chase, quien, tras hablar con su asistente, dijo:

-Me dicen que ya traen para acá a Gallagher. Llegarán en una media hora. Han parado a repostar y para hacer la llamada desde una gasolinera. Ese es el tiempo que tiene usted, Padre Brown, para ofrecernos los hechos, según los haya valorado su privilegiado intelecto. Me guardo, por el momento, mis opiniones sobre la descabellada interpretación de Flambeau y sigo pensando que mi explicación es la correcta. Padre Brown, cuando usted guste...

El Padre Brown procuró, al igual que hiciera el gascón, ser breve y conciso, además de que le apremiaba el tiempo. Esto que les voy a copiar aquí fue, tal y como él mismo me la refirió mucho tiempo después, 


LA SOLUCIÓN DEL PADRE BROWN

-Queridos amigos -empezó el cura, con su modosa vocecilla, y sosteniendo en la mano su viejo y usado breviario-, he de decirles que en una cosa estoy totalmente de acuerdo con Flambeau y su explicación, y es en la idea de que hemos asistido a una suerte de representación teatral, solo que hemos visto a los actores que nada tuvieron que ver con el resultado final de la obra y nos ha pasado inadvertido el autor de este drama macabro. Creo que tanto Chase como Flambeau han partido, para elucidar sus soluciones, de una base errónea. Han partido de la idea de que la víctima del plan criminal era Woolcott y eso no es del todo cierto: había dos víctimas (el Fiscal y el Magistrado) y un solo asesino. Antes de empezar, les revelaré que anoche, cuando rezaba con este breviario, vi en él una cita -suelo anotar algunas, en los huecos en blanco- de uno de los grandes Padres de la Iglesia. Es de las famosas Confesiones, de San Agustín. Permítanme leérsela: 

...cuando se inquiere la causa de un crimen no descansa uno hasta haber averiguado qué apetito de los bienes que hemos dicho ínfimos o qué temor de perderlos pudo moverle a cometerlo. Hermosos son, sin duda, y apetecibles, aunque comparados con los bienes superiores y beatíficos son viles y despreciables. Uno comete un homicidio; ¿por qué habrá sido? Porque amó a la esposa del muerto o su finca, o porque quiso robar para tener con qué vivir, o temió sufrir de él otro tanto, o bien, herido, ardió en deseos de venganza”.

¿Lo ven? Hasta el propio santo de Hipona había reflexionado sobre el tema de los crímenes. Vean cómo señala, entre los posibles motivos para cometer un acto sangriento, el 'arder en deseos de venganza por heridas del pasado'. Eso fue lo que en última instancia impulsó al autor de esta maquinación a lanzarse al crimen. Sí, amigos, fue la sed de venganza, no la posibilidad de casarse con la persona amada, ni el hacerse con una suculenta herencia o el resarcirse de una vieja enemistad. Antes de dar mi solución a este problema criminal o, mejor, para que lo entiendan del todo, me permitirán que les cuente una historia. Es una vieja historia oriental, muy antigua, tan antigua como el mundo, pero que aún hoy sigue siendo actual. Saben lo aficionado que soy a los cuentos de hadas y las historias tradicionales. Pues bien, todo el problema al que nos hemos enfrentado se resume en este viejo cuento de Oriente...

Érase un hombre, un hombre que vivía acomplejado, medroso y con frecuencia herido por las continuas burlas de dos enemigos suyos. Como era hombre anciano veía imposible enfrentarse a los dos, aunque odiaba a uno en especial. Este hombre tenía dos enemigos y, como le era muy complejo poder combatir a los dos y salir victorioso, no sabía qué hacer. Sufría cada vez más las burlas y vejaciones de ambos. He aquí que la fortuna se alió con él y pudo ver cómo sus dos enemigos, por un azar del destino, se batían entre sí. Él puso los medios para que ambos murieran, o para que uno fuera acusado de la muerte del otro. Para lograr su propósito, envenenó la punta de las espadas con las que iban a contender sus dos burladores. La suerte volvió a sonreírle y, tras la lucha entre sus enemigos, uno murió y el otro quedó mal herido, falleciendo poco después. Al final, un funcionario, escamado por la repentina muerte de los dos, investigó ese trágico asunto y descubrió los tejemanejes del anciano, que fue apresado, juzgado y ejecutado. Fin de la historia.

Pues bien, amigos, eso es justo lo que ha sucedido aquí este infernal fin de semana. Un hombre vivía desde hace muchos años totalmente acomplejado por la fortuna de otros dos, los cuales se mofaban con cierta frecuencia de la mezquindad de esa persona, de su continuo deseo de lucro, de su ansia de destacarse en la sociedad, sin lograrlo en absoluto. Uno de sus enemigos descubrió en cierta ocasión que podría estar vendiendo objetos falsificados por un precio más alto de su valor real, pero entonces no pudo demostrarlo. El otro enemigo le tenía postergado, le compraba objetos de lujo de forma habitual, pero en muchas ocasiones le despreciaba o le dejaba ávido de más ganancias, como aquella vez en que quiso vender dos estatuas más de las que al fin le fueron compradas. Esa persona fue, con el curso de los años, acumulando inquina, odio, ira y deseos de venganza contra los dos, pero en especial contra uno de ellos, el que había descubierto su venta de objetos falsificados. Hace no demasiado tiempo, por avisos que tuvo o por indicios que ahora se escapan a nuestra pesquisa, el anciano llegó a la conclusión de que su máximo enemigo estaba a punto de demostrar definitivamente sus estafas y, para más inri, que iba a revelar todo al otro enemigo, con lo que el pobre viejo iba camino del despeñadero, directo a su ruina e, incluso, a punto de verse entre rejas, de por vida.

Igual que en la historia que les he contado, el anciano vio el cielo abierto cuando se presentó ante sus ojos un evento inesperado. Sus dos enemigos, también enfadados entre sí durante cierto tiempo, iban a reconciliarse. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que uno iba a aprovechar esa circunstancia para destapar los timos del anciano vendedor y revelarle al otro, a todos, los manejos del anciano caballero. Supo que era entonces o nunca. Se informó bien de los pormenores del juego, de ese duelo falso que tanto nos escamó a Flambeau y a mí desde el principio. El viejo sabía bien que en el duelo iban a usar las dos pistolas semiautomáticas Mauser C96, las cuales él mismo le había vendido a Sir Wilfred. Averiguó qué tipo de balas de munición simulada iban a utilizar y dónde las habían comprado. Fue a la tienda de su amigo Walter Hook y no tuvo ningún miedo en dar su nombre, pues era obvio que, si investigaban ese particular, acabarían descubriendo que estuvo en esa armería. ¿Para qué hacerse pasar por otro, si su plan, tan bien meditado, tenía previsto que las sospechas en ningún caso recayeran sobre él, sino sobre otras personas?

Una vez se hizo con una caja idéntica a la que compró su mayor enemigo y puso en ella dos balas de verdad. Días más tarde vino a Woolcott Manor, con la sospecha de que había sido invitado no por la vieja amistad que le unía a la familia, sino para ser definitivamente desenmascarado por sus enemigos. Su plan era muy sencillo, aunque no exento de riesgos. Era, como ya se ha señalado aquí, un plan muy sujeto a los caprichos del azar, pero que si se desarrolla dentro de lo esperado, sería definitivo, pues hay que reconocer cierto estilo, arte y maestría en la concepción de esta diabólica trama. El plan consistía, ni más ni menos, en que uno de los duelistas matase al otro y fuera acusado del crimen. Como suele decirse, el criminal pretendía “matar dos pájaros de un tiro” y en este caso, nunca mejor dicho. El criminal, como sabía de la preparación de Woolcott, que era mejor tirador que Parks, y que había estado ensayando su puntería con anterioridad, había previsto lo siguiente: que Woolcott acabase con la vida de Parks, fuera apresado como sospechoso de cometer el crimen, juzgado y condenado. Como ven, toda una jugada maestra. Pero el plan salió al revés. Aunque eso también entraba dentro de las previsiones del asesino y, en el fondo, no le importaba tanto que pudiera ser el Fiscal quien segara la vida del Magistrado. En la lógica de los hechos era, incluso, más verosímil que sucediera así, dado que Parks acumulaba mas odio contra Woolcott que al revés. 

Pero sucedió algo inesperado, que también sorprendió al reflexivo muñidor de esta infamia. En efecto, el criminal no contaba con la intervención del Capitán George Gallagher. Todo sucedió de esta manera, según me dictan la intuición y los hechos conocidos. El anciano vengador aprovechó, sin duda, la noche del viernes para entrar en el cuarto de Parks, no muy lejos del suyo propio, y sustituir una caja (la de las balas simuladas) por la otra (la de las balas auténticas). Contaba con que el distraído Parks no notaría nada y sólo se exponía a que Flambeau o el irlandés notasen el cambio. El sábado, delante de todos nosotros, se mostraron las cajas y pude darme cuenta de como esa persona observaba nuestras reacciones, por si recelábamos algo, lo que indicaba que él ya sabía que podríamos sospechar y, si alguno podía sospechar de juego sucio, era porque esa persona era la única que lo sabía, es decir, la responsable de todo. Por eso defendí con tanta convicción que el Fiscal no podía ser el autor material del crimen, aunque fuera su mano la ejecutora de la vida de Sir Wilfred. 


Además, el auténtico asesino tuvo un delirio muy propio de este tipo de criminales. Tuvo el delirio del artista, que suele verse impelido por la necesidad de que su obra sea reconocida. Quiso dejar su sello, su marca, su firma. Eso es lo que explica el papelito con la palabra “enemiss”, que no significa “Miss Ene” o “Mise en scène”, no, mi querido Flambeau. Significa lo más obvio: Némesis, o sea, venganza. Considero que no se refería a la estatua que Woolcott rehusó comprar sino al móvil del crimen: la venganza. Así de simple. ¿Y por qué lo de escribirlo en forma de anagrama? Porque el autor del plan era un acérrimo aficionado a los crucigramas y charadas de la lógica y el lenguaje. Sabía que, al escribirlo como anagrama, Sir Wilfred se daría cuenta de quién lo había escrito. Lo extraño es que no se le ocurriera suspender el duelo. Tal vez, al no advertir el cambio de cajas, lo tuvo por una broma de mal gusto y no vio que era la artística y despiadada forma de aviso de su asesino (o del de Parks, en realidad), con lo que menospreció el peligro que se cernía sobre su cabeza y la del Fiscal. Ese delirio de artista fue el gran error del anciano vengativo porque tal vez, de no haber vuelto a la sala de juegos para colocar el papelito de “enemiss” en el estuche de las armas, el episodio del segundo disparo no habría sucedido.

Sí, queridos amigos, es evidente que, cuando Sir Wilfred, nos enseñó el estuche que contenía las Mauser C96, no había ningún papel dentro, luego fue puesto más tarde. Estoy seguro, aunque no puedo ofrecerles nada como prueba de ello, de que el criminal, una vez hubimos salido todos de la sala de juegos, regresó de inmediato, abrió el estuche y colocó allí su mensaje, tan enrevesado, para colmar su narcisismo, su egolatría y su crimen. Pero tuvo la mala suerte (y nosotros la buena fortuna) de que una persona le vio entrar de nuevo en la sala de juegos, poner el mensaje de marras y salir otra vez, hacia su cuarto, en el piso de arriba. No creo que sea aventurado suponer que la persona que vio el manejo del anciano fue el irlandés, lo que explica su posterior conducta. Él vio al anciano entrar en la sala de juegos y, al salir, quizá el Capitán entró, comprobó mejor la caja de las balas, aunque no las tocó, y pudo ver el papel en el estuche de las armas.

Teniendo en su mano esa información, lo más juicioso, lo que en realidad debería haber hecho, era hablar con Sir Wilfred y con Arthur Parks para que se suspendiera el duelo, en tanto no hubiera seguridad en el tema de las pistolas. Pero, o le tenía miedo al Magistrado, o recelaba de que no le fuera a hacer caso, por su reciente discusión, o tal vez se dedicara a vigilar al hombre de conducta sospechosa que había descubierto. Sea como fuere, el tiempo se le echó encima. Cuando quiso darse cuenta, los duelistas estaban ya en el campo del honor, preparados para batirse, con lo que solo pudo hacer lo que hizo: disparar contra el árbol, para impedir, en lo posible, el duelo. No sé si fue consciente, tal vez sí, de que con su acción distrajo a Sir Wilfred, que le reconoció y temió que Gallagher fuese a dispararle. Eso le dejó petrificado, lo que Parks, sin darse cuenta del hecho, que quedaba a sus espaldas, aprovechó para tirar sobre el cuerpo del pobre Woolcott, con el desgraciado resultado que todos ya conocemos. 
 
Otro punto importante estriba en el hecho de que esta mañana hayamos encontrado la habitación de Parks revuelta. Anoche, mientras rezaba unas oraciones y veía en mi breviario la iluminadora cita de San Agustín, me di cuenta de que, si el asesino había intentado una ve matar a Parks, nada impedía que volviera a probar suerte de nuevo. Por eso me levanté y le hice esa extraña petición a los agentes de Scotland Yard. Pedí que se llevasen a Parks no porque fuera culpable del crimen, sino para proteger su vida, y tal ve la de alguna otra persona. La ausencia de Parks le puso al criminal las cosas muy fáciles para registrar su habitación. Sí, amigos, porque es indicio indudable de que la persona que ha tramado todo este asunto buscaba (y quizá halló) papeles importantes que demostraban sus falsas ventas. Tal vez Woolcott Manor esté llena de falsas reliquias y antigüedades que no valgan ni una libra, por muy desolador que suene eso. Así pues, creo que, mientras nosotros terminábamos los interrogatorios, el criminal aprovechó su visita al cuarto del Fiscal (ausente, no lo olviden) para, además de rebuscar los papeles que podían comprometerle, colocar en la chimenea el trocito de metal de la cerradura de la caja con las balas, nuevo intento de incriminar a Parks, pero sin éxito. Bien pudo quemar la caja en la chimenea de su dormitorio y luego llevar ese resto metálico al de Arthur Parks. Es posible que, si miramos en el cuarto del culpable, quizá encontremos los papeles que presumiblemente le sustrajo al Fiscal...

En ese preciso momento, sobre la una del domingo, Carter anunció que un coche de la Policía acababa de llegar. Sin duda, era el que traía detenido al Capitán George Gallagher. El Inspector le dio las gracias al mayordomo y le rogó al Padre Brown que fuera concluyendo su exposición.

Gracias, querido Inspector Chase, ya casi había terminado. Espero que la declaración de Gallagher confirme lo que acabo de decir y no quede mi solución del misterio en mero conjunto de hipótesis más o menos probables. Verán, señores, cuando me adentro en un misterio de tipo criminal, procuro meterme en la mente del asesino, pensar como él podría pensar, sentir lo que él podría sentir, hasta que mis ojos casi se inyectan en sangre, igual que los del asesino. Sólo así logro, algunas veces, dar con la clave de un enigma de este tipo, hasta que yo mismo me convierto en el autor del crimen. Ese es el secreto de mi fama como averiguador de asuntos criminales. Muchos de ustedes, si no todos, ya sabrán a qué persona me he venido refiriendo como maquinador del plan que hemos visto ejecutado ante nuestros ojos. Por si alguien aún tuviera dudas, diré que nuestro hombre se llama...

Y en ese justo instante, cuando el Padre Brown iba a declarar el nombre del criminal, el señor Henry John Redvill, con más agilidad de la que todos le había supuesto, saltó de su asiento, se abalanzó hacia la mesa donde estaba sentado el Inspector Chase y en la cual se apilaban las pruebas del caso, cogió la pistola Mauser C96 de Woolcott, la que todos sabían que no había sido disparada y que, por tanto, aún contenía una bala real, y apuntando a todos, con más rapidez de la que le imaginaban, salió huyendo del salón de espaldas, como alma que lleva el Diablo, dejando claro con su desesperada acción que era el culpable que todos habían estado buscando.

-¡Flambeau, vaya tras él, corra! -gritó el Padre Brown, como un trueno.

Pero el viejo, más endemoniadamente bizco que nunca, iba ya camino del piso superior, con la Mauser en ristre, preparándola para disparar, con lo que quedaba patente que sí sabía manejar ese tipo de armas. Flambeau iba en su persecución, pero llegó tarde. Redvill fue al pasillo que estaba sobre el zaguán de entrada, que era donde mejor campo de visión tenía. Salió al balcón y apuntó contra el Capitán Gallagher, que llegaba escoltado por dos oficiales (Carruthers era uno de ellos), aunque no iba esposado.

Una voz de alarma en la planta baja de la casa puso sobre aviso al irlandés fugitivo, el cual miró arriba, vio a Redvill que le apuntaba con la Mauser C96 y, sin pensárselo dos veces, agarró el revólver de Carruthers (que apenas si tuvo tiempo de darse cuenta de nada), lo amartilló, apuntó a Redvill y... 
 
Sonó un estruendoso disparo, cuyo eco se perdió en la lejanía. Los agentes redujeron a Gallagher y lo echaron al suelo. Redvill, que estuvo a punto de disparar, cayó herido sobre el piso del balcón, justo en el momento en que Flambeau entraba, aunque no pudo frenar al endiablado anciano.

-¡Flambeau! -tronó Chase, desde abajo- ¿Qué ha pasado?

-Tranquilo, Inspector. -resonó la voz del colosal detective francés. -Llamen a un médico. Redvill está herido en un hombro, pero saldrá de esta...

-Saldrá de esta -apuntó Chase- pero camino del patíbulo. Tenía usted razón, Padre Brown. ¡Fue el viejo Redvill, maldito sea! A punto ha estado de matar a Gallagher y silenciar, con ello, a nuestro mejor testigo. Reconozco que me equivoqué con Parks... y Flambeau, con Gallagher y su novia. Fue usted tan sagaz como siempre, querido amigo.

Poco después las aguas se aquietaron y todo se calmó. Una ambulancia se llevó a Henry Redvill (en cuya hacitación hallaron los papeles comprometedores de Parks) al hospital más cercano, herido en su hombro derecho aunque su vida no corriera peligro. Entonces se produjo la declaración del Capitán, confirmando lo que el curita había supuesto. Pero el Padre Brown ya no estaba allí para oír a Gallagher, pues se marchó en la ambulancia que llevaba a Redvill, a quien trató de confesar y a quien pudo consolar a su manera. Los lectores de esta historia no deben inquietarse, pues podrán oír algo de esa declaración de boca del propio Capitán Gallagher. Dejemos, por ahora, que pasen unos días en nuestro relato.

* * * * * * * * * * 
 
Los periódicos no dejaban de mencionar el “Misterio de Woolcott Manor” y, aunque al principio cargaron las tintas contra el odiado Fiscal Parks, luego este perdió protagonismo en favor de Redvill, cuyo juicio iba a celebrarse tras unas semanas, con el veredicto citado al principio de este relato. Casi una semana después de los hechos, el viernes siguiente de aquel frío mes de febrero, tres amigos traspasaron el umbral de la Parroquia de San Francisco Javier en Camberwell, entraron en el despacho y se reunieron con el Padre J. Brown, que les recibió muy atenta y cordialmente. Esos tres hombres eran Flambeau, el Inspector Chase y el Capitán Gallagher.

-Bueno, Gallagher -dijo el Padre Brown después de servir cuatro copitas de Brandy-, espero que me explique usted por qué disparó desde la ventana del invernadero. Yo supuse que lo hizo para detener el duelo pero bien pude equivocarme en mis suposiciones...

-Querido Padre Brown, ante todo debo agradecerle lo mucho que ha hecho usted para que este caso se resuelva y brillen la Justicia y la Verdad. No se equivocaba usted. Sé que cometí un terrible error y que, si Sir Wilfred cayó muerto fue, en parte, por culpa mía. Yo no pretendía asustarle, y mucho menos hacerle el menor daño, ni tampoco a Arthur Parks ni a ninguno de los presentes. Soy consciente de mi desatino, de mi alocada e infeliz forma de proceder. Le he pedido perdón a la señora Woolcott varias veces...

-Y también le ha pedido usted otra cosa, ¿no? -terció Flambeau, sonriendo.

El irlandés se ruborizó, demostrando que le había pedido a Lady Woolcott ni más ni menos que la mano de su hija, petición que la dama aceptó de muy buen grado. El Capitán explicó que, tras salir de la sala de juegos, notó que la conducta de Redvill era muy sospechosa. Desde el zaguán de entrada le vio subir escaleras arriba pero, a los pocos minutos, volvió a bajar, con un papel en la mano. Entró en la citada sala, estuvo unos minutos y volvió a salir, sin que advirtiera que Gallagher había visto todo. Este entró, abrió el estuche de las armas (y no el de las balas, por cierto; por eso no advirtió el cambio y no se dio prisa en detener el duelo), vio el mensaje de “enemiss” y concluyó que el anticuario tramaba algo sucio. Esa fue la explicación que le dio al Padre Brown y terminó con estas palabras:

-También me gustaría pedirle a usted algo, Padre -dijo el irlandés, en tono solemne, mientras el curita hacía un gesto de asentimiento. -Me gustaría pedirle que... que fuera usted quien nos casara a Louise y a mí...

Ni qué decir tiene que el sacerdote aceptó encantado. La boda se celebró por todo lo alto en aquella misma iglesia, mes y medio después, y todos fueron invitados, salvo Redvill, obviamente. Ni siquiera el Padre Brown pudo evitar derramar unas lagrimitas cuando vio alejarse a los recién casados.
 
FIN DE “DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS”

Muchas gracias a todos por vuestros comentarios. Espero que os haya gustado esta historia dedicada a CAMINANTE, que, en el fondo, también va dedicada a todos vosotros. Gracias por vuestra paciencia, mis mejores deseos para todos, amigos, que Dios os bendiga y hasta el próximo caso (o folletín) criminal.

martes, 12 de julio de 2011

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (11) [Dedicado a CAMINANTE]


DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS

(11)

A la señora Eleanore Woolcott no le gustaron mucho las palabras del gascón Hércule Flambeau, pero guardó un respetuoso silencio y dejó que Chase le formulara nuevas preguntas sobre el caso. El Inspector piaba por un poco de tabaco y hubo de robarle otro puro al detective francés, el cual ya estaba un poco harto de que el policía le gorronease de forma tan descarada.



-Dejemos al Capitán Gallagher y a la señorita North por el momento. ¿Qué opinión le merece el anticuario Redvill, señora Woolcott? ¿Tenía este algo en contra de su marido o su marido en contra de él?

-¿Redvill? Oh, Henry Redvill es un viejo conocido, muy amigo nuestro desde hace muchos años. No, no creo que tuviera nada contra mi esposo ni Wilfred me comentó jamás que albergase un odio o rencor contra él. Es cierto que alguna vez discutieron sobre la verificación de ciertas antigüedades que mi esposo, por indicación del Fiscal, puso en duda. Eso sí es verdad: hubo un tiempo, hace años, en que Parks y Redvill no podían ni verse y Wilfred sufría pues no podía invitarles a los dos a la vez si no quería verse en un serio compromiso por aquella relación tan tensa. Por fortuna eso ya pasó. En mi familia conocíamos sus desavenencias, las soportamos en lo que duraron y nos alegramos de que cesaran. 
 
Justo al decir lo que acabáis de leer, amigos lectores, la señora Eleanore Woolcott abrió la boca como para articular unas palabras, vaciló, recapacitó y recordó algo que había olvidado; luego dijo: 
 
-Un minuto, señor Inspector, antes de que me pregunte otra cosa. Acaba de venirme a la mente de forma muy clara una discusión de hace ya años que hubo entre mi marido y el anticuario Redvill a cuento de la adquisición de una estatua. Ustedes habrán visto al llegar a esta mansión que la enorme puerta central está flanqueada por dos estatuas, una de la diosa Britania y otra de la diosa Atenea. Son estatuas antiguas, aunque no de época griega o romana, claro está, sino copias de imitadores modernos, del siglo XIX, según nos certificó el sr. Redvill. Aún así, costaron una buena suma, no crean... Pues bien, a causa de la compra e instalación de las estatuas hubo una discusión entre mi marido y el anticuario porque, en el proyecto original de Wilfred, en la puerta de al lado, figuraba la idea de poner otras dos estatuas, una de Temis, la diosa romana de la Justicia, y otra de Némesis, o Ramnusia, la diosa griega de la Justicia, la Venganza y la Fortuna. Mi marido, al igual que yo, era muy aficionado a la Mitología, y pidió a Redvill que localizara dos estatuas de esas diosas, cosa que hizo pero elevó tanto el presupuesto y sus honorarios que Wilfred decidió poner solo la de Britania, por su fiel patriotismo, y la de Atenea. Esa fue, según creo, la disensión más fuerte que existió entre ambos. De eso hace ya más de quince años...

Nadie se dio cuenta pero el Padre Brown arrugó la frente, musitó y repitió la palabra “Némesis, Némesis...” y dio un brinco en su asiento, que sí fue advertido por las otras tres personas, para asombro suyo, mientras el cura susurraba “Eso es, ¡está claro!”. 
 
Mientras el Padre Brown bisbiseaba su pensar, el Inspector comentó que la discusión señalada por la señora Woolcott no le parecía motivo suficiente como para impulsar a un hombre a planear la muerte de otro, pero quedó flotando en el ambiente el nombre de Redvill, y a renglón seguido, intervino el gigantesco Flambeau:

-¡Esa tortuga anticuaria y dudosamente respetable es más ladina de lo que aparenta! Pienso como el Inspector. ¡Una o dos estatuas de más o menos no son razón para asesinar a nadie, pero...! -exclamó el gascón, con uno de sus gestos de hombre meridional, las manos en continuo aspaviento. -Sí me ha dolido ver que esta mañana ese viejo sibilino andaba por ahí, hablando con el Juez Thorpe, sin hacerle el menor caso, y sentado tan tranquilo con su crucigrama. ¿Qué opinan de esa indiferencia suya? Alguien ha asesinado a un hombre y... ¡Él dale que dale con sus crucigramas!

Fue entonces cuando al Padre Brown se le iluminó la cara, se golpeó la frente y, por segunda vez, dio un bote, levantándose de su asiento como si un muelle invisible le hubiera impulsado al aire. Parecía como si el buen sacerdote jugase una misteriosa partida de ajedrez en su mente. Una partida contra un asesino misterioso e imprevisible, pero en la que se jugaban muchas cosas. En fin, algo avergonzado, volvió a sentarse, rogando al Inspector Chase que prosiguiera.

-Señora Woolcott, ¿alguna otra persona, ya sea de los invitados de este fin de semana, o ya sea de entre sus muchos conocidos y amigos, podía tener algo en contra de su marido, podía odiarle hasta planear su muerte?

-No, creo que no, y eso que Wilfred -subrayó el nombre de su difunto esposo con un tono de voz neutro pero que denotaba cierto cariño- fue un hombre de leyes toda su vida, riguroso con muchos criminales que se topó en su camino los cuales me figuro que, al ser condenados por él, le odiarían, pero ninguna de nuestras amistades demostró la menor animadversión contra él. Era admirado por todos y tenía un gran prestigio aunque yo, que le conocía mejor que nadie en el mundo, supe de sus debilidades y puedo decir que ni era tan santo, ni tan recto ni justo como aparentaba. Al haber muerto ayer mismo, le debo respeto a su memoria, pero la verdad es la verdad... Yo le quería, pero él tenía muchos defectos y faltas que solamente el amor de los suyos, de su familia, podía disculpar. 
 
-¿En qué andaba trabajando su marido últimamente? ¿A qué asuntos de su profesión se dedicaba? -preguntó el Padre Brown.

-Los pleitos de siempre, más o menos, casos en los que yo no entraba ni apenas le preguntaba de ellos pues me perdía en el marasmo de leyes, normas, sentencias y precedentes. No creo que estuviera metido en ningún affaire que pueda relacionarse con su desgraciado fallecimiento.

El Inspector tomó nota de todo, señalando que la siguiente persona a la que pensaban interrogar era el mayordomo Carter. Miró y remiró sus notas y fue concluyendo el interrogatorio de la sra. Woocott, que respondió siempre muy seria y segura de sí.

-Señora Woolcott, ya sabe usted que alguien deseaba asesinar a su marido y para ello aprovechó la circunstancia del duelo y el hecho de que se usara en él una munición falsa, inserta en una cajita de madera muy peculiar. Hemos descubierto recientemente que el autor de esta abominable maquinación solo tuvo que cambiar esa cajita con munición simulada por otra idéntica pero con balas reales. Pensamos que esa sustitución se produjo en el lapso que va de las tres de la tarde a las seis, hora en que estaba previsto que se iniciara el duelo, aunque bien pudo hacerse el día anterior, el viernes, cuando llegaron aquí sus invitados. Por cierto, señora, ¿dónde estuvo usted entre las tres y las seis?

-Primero estuve con mi hija y la señorita North. Luego quedamos solas mi hija y yo, porque la periodista se fue con el sr. Redvill a charlar y tomar más té... Eso debió ser sobre las cinco, más o menos. No suelo llevar reloj, pero mi hija me comentó algo de que faltaba una hora para el duelo.

-¿Y antes de la comida, dónde estuvo usted? -preguntó el Inspector.

-Antes de la comida estuve saludando al Padre Brown y a Flambeau, y antes de eso, en las cocinas, disponiéndolo todo con Carter para que todo fuera servido en óptimas condiciones.

-Cambiemos de tema. ¿Se dio usted cuenta de que alguien estaba oculto en el interior de la casa, en el invernadero, y de que desde esa ventana sacó la mano con un arma para disparar hacia donde estaban ustedes?

-No, Inspector. Me di cuenta de todo eso cuando ya era tarde, es decir, cuando ya se había efectuado el disparo. Me sobresaltó la detonación, lo mismo que a mi hija, a la señorita North y a Redvill... Al principio, por venir el tiro de esa dirección, pensé que había sido Parks, tal vez porque se había equivocado. Pero fue una pensamiento absolutamente erróneo, por varias razones de las que no me di cuenta entonces: porque se suponía que las pistolas estaban cargadas con balas de fogueo y porque vi a mi marido caer al suelo casi a la vez que nos disparaban, lo que descartaba que el sr. Parks hubiera tirado hacia el lugar donde estábamos. Ya ven ustedes, una no sabe nada de armas y, con la confusión del momento, le parece posible algo que dos minutos después descubre como imposible de todo punto.

-Muchísimas gracias, señora Woolcott. Le repito mi más sincero pésame y le agradezco su inestimable colaboración. Nos ha dado usted varias pistas de enorme interes. Tiene mi permiso para retirarse cuando desee...

Dicho esto, el ama de la casa, la señora Eleanore, se levantó, haciendo una leve inclinación de cabeza en señal de gratitud y, sin decir nada, se abrigó con un chal negro que había dejado sobre el respaldo de su asiento, miró a los tres detectives y salió del salón haciendo gala, una vez más, de su gesto señorial, de su educada apostura, de su clase y distinción. En cuanto la dueña de la mansión salió, el Inspector miró al Padre Brown y le espetó:

-Bueno, amigo Brown, ¿qué jueguecito se traía usted dando esos saltos?

-Querido Inspector, a falta de que oigamos a Carter y de que registremos las habitaciones de los máximos sospechosos, creo estar casi a punto de poder dar una solución definitiva del caso. Y todo ha sido gracias a Flambeau y a la señora Woolcott, y a dos palabras que ha dicho cada uno y que me han abierto los ojos en cuanto a ciertos aspectos del problema que yo no era capaz de descifrar y mucho menos de entender... Mi solución tiene su parte de conjetura, pero estoy casi seguro de haber dado con la verdad.

-Se refiere usted a lo de “Némesis”, ¿cierto? -inquirió Grandison Chase.

-En efecto -dijo el curita católico. -Estoy casi seguro de que el mensaje con el anagrama “enemiss” oculta la palabra “Némesis”, o sea, “Venganza”...

-Pero eso acusa directamente a Redvill, tal vez por lo del asunto de la estatua que nos han mencionado la señora Woolcott, ¿no? Ahora bien, ¿cree usted que Redvill iba a ser tan estúpido como para acusarse a sí mismo? Porque, si no fue él quien colocó el mensaje, ¿quién lo hizo y por qué? ¿Lo hizo Miss North, para avisar a Sir Wilfred? ¿O fue Parks para advertir a su amigo? ¿Fue Gallagher? No, Padre Brown, creo que se equivoca. 
 
-¿Cómo explica usted entonces lo de “enemiss”, amigo Chase?

-Para mí, querido Brown, como ya dije en su momento, ese anagrama de “enemiss” pudiera referirse, en realidad, a dos palabras, y no a una: “miss ene”, es decir, “Miss Ene” o “Señorita Ene”. Ya saben que Artemise North es la única persona de Woolcott Manor cuyo apellido empieza por “Ene”. ¿No es mucha casualidad? ¿No habrá alguien que deseara avisar a Sir Wilfred de que la periodista (con la complicidad de otra persona) estaba buscando su muerte? En fin, creo que debemos llamar a Carter, hacerle varias preguntas y luego ir a registrar las habitaciones. Antes de la comida y, si todo va bien, espero poder ofrecerles a todos ustedes mi solución del caso, ya que el buen amigo Brown dice tener la suya. No es que compita con usted, pero yo también creo haber dado con la verdad del asunto.

-¡Y yo, y yo! -exclamó Flambeau, esbozando una sonrisa de alegría. -Espero me permitan ustedes dar mi propia solución al enigma, después de la que nos brinde el Inspector Chase. También yo he sacado mis conclusiones y me parece que, por una vez, un detective extraoficial como yo va a superar a la Policía oficial y a nuestro querido maestro, aunque detective amateur, el buen Padre Brown... ¡Tengo bien hilvanados mis argumentos, ya verán...!

Aunque ninguno dijo nada más, aquello sí que se asemejaba realmente a una especie de competición detectivesca por ver quién revelaba la mejor y más satisfactoria explicación del misterio de Woolcott Manor. Quedaron un minuto en silencio y luego Grandison Chase pidió amablemente a Flambeau que convocase al mayordomo Carter, el cual acudió de inmediato. 
 
Eran las once de la mañana, más o menos, cuando el silencioso, hierático y discreto sirviente entró en el salón. Iba pulcramente vestido con su chaleco gris y con su chaqueta negra, sin el menor signo de descuido o suciedad (a diferencia de Brown, por ejemplo, que siempre iba tan desastrado). Carter se movía de modo lento y despacioso, sin dejar de lanzar a todos una estoica mirada, haciendo gala de su flema inglesa, los ojos medio cerrados pero atentos a todo. Entró en la estancia, se le ofreció que se sentara, lo que hizo ceremoniosamente, y dio comienzo su declaración.

-¿Cuántos años lleva usted al servicio de los Woolcoot, señor Carter?

-En abril hará veinte años. Llegué aquí cuando el anterior mayordomo, el señor Hutchinson, enfermó y murió. Le entregué mis referencias a Sir...

-Bueno, deje los detalles para más tarde, era una pregunta de rutina, sin demasiado interés para el caso -vociferó el Inspector. -Díganos, ¿vio usted si el Capitán Gallagher trajo a la casa algún tipo de arma?

-El Capitán Gallagher -comenzó Carter, con su hablar lento y empalagoso, que era lo mismo que su forma de moverse – portaba un arma, sí señor, lo se porque, al subir su equipaje, me previno sobre tener cuidado con la funda donde guardaba el arma. No llegué a verla, pero creo que era muy distinta, por su forma y peso, a las Mauser C96 que usó mi señor, el difunto Sir Wilfred (Dios le tenga en su Gloria) en el duelo con el Fiscal Parks. 
 
-Aunque no llegase a ver el arma, ¿sabría usted decir si era una Colt 1911 o un revólver Webley o...? -Chase dejó la pregunta en suspenso.

-Cumplí con mi patria, señor, pero entonces usábamos un armamento hoy ya desfasado y que para entonces estaba algo anticuado. Tengo casi sesenta años, señor Inspector. Hace mucho que perdí la poca familiaridad que tuve con las armas de fuego, aunque Sir Wilfred era muy aficionado y eso me obligó, en parte, a tenerle siempre limpios y dispuestos sus rifles de caza. De las limpieza de las armas de su colección de antigüedades se encargaba la señorita Robertson, una de las criadas de la casa.

Flambeau fue directamente al asunto que le inquietaba y preguntó:

-Veamos, señor Carter. Cuando usted estaba en la cocina, tras la comida y justo antes de que empezase el juego del duelo, nos dijo que oyó de forma clara y distinta una fuerte detonación, casi al lado de donde estaban usted y las cocineras. Me refiero al invernadero. Fue a ese cuarto, entró, olió los restos de pólvora del reciente disparo y salió por la puerta, hacia la sala de paso que comunica con el pasillo, ¿no es eso? (Carter asintió) Luego hubo usted de andar una pequeña distancia, por los interminables pasillos de la planta baja, hasta llegar al zaguán, al vestíbulo de entrada, ¿no es así? (De nuevo, el mayordomo confirmó las palabras del coloso francés). Bien, ¿fue en ese lugar, en el zaguán, donde vio correr al hombre que, según parece, efectuó el disparo y que, como apuntan todos los indicios, debía ser el Capitán Gallagher? Se lo pregunto porque en su anterior y breve declaración no quedó claro dónde estaba usted (y el fugitivo) cuando ocurrió el hecho...

Carter se tomó unos segundos, meditó y respondió de esta manera:

-Parece que lo hubiera usted visto, Monsieur Flambeau. Fue así, como dice usted. En efecto, corrí hasta el zaguán, de donde me llegaba el sonido de pisadas, de unos pies que corrían muy ligeros. Allí vi a un hombre (bueno, vi su espalda, claro) corriendo y justo cuando yo llegaba, abrió la puerta y salió al exterior. Me quedé parado unos instantes. Luego salí fuera y vi el coche de Gallagher, que marchaba a toda velocidad, en dirección a la verja de entrada. Menos mal que estaba abierta... 
 
-¿Cómo sabe que era realmente el Capitán Gallagher? Acaba de decir que le vio de espaldas... -interrumpió el Inspector Chase.

-Hoy he estado reflexionando sobre ello y no hay duda: ¡era Gallagher! Al meditar sobre el tema he recordado claramente el color y tipo de traje que llevaba el hombre que huía. Era un traje marrón, muy pulcro y arreglado. Además está el hecho de la envergadura del Capitán... Es inconfundible. Sólo usted, señor Flambeau, o el Inspector, son hombres de ese estilo. Los demás, o somos más bajos de estatura o menos fornidos, o ambas cosas...

Y al decir esas últimas palabras el bueno de Carter no pudo evitar sonreír. Al hilo de lo dicho, el Inspector Grandison Chase volvió al tema del disparo:
-Por cierto, Carter. ¿No se fijaría usted si en la sala del invernadero había algo más en el suelo? Nos interesa saber si, al hacer la limpieza anoche, tal vez pudo encontrar usted o una de las criadas un casquillo de bala del arma que efectuó el disparo, el que dio contra uno de los árboles del jardín...

-Lo lamento, Inspector. La limpieza, como usted muy bien ha afirmado, se realizó anoche, y más tarde de lo habitual, dadas las circunstancias, claro. No, ni la señorita Robertson ni yo encontramos nada, fuera del polvo y de la suciedad habitual, y de algunas hojas de las plantas del invernadero, en el suelo de esa estancia. Nada sospechoso, salvo ese olor a pólvora. Dado que yo tardé un cierto tiempo en llegar, breve pero lo suficientemente largo como para que alguien se agachase y en menos de un minuto cogiera algo del suelo, me figuro que el capitán pudo recoger ese cartucho y llevarselo consigo, al igual que se llevó el arma. Me temo que fue una acción sin la menor premeditación, un acto a la desesperada, lo que, en mi humilde e inexperta opinión, descarta que eso formase parte de un plan determinado a matar a Sir Wilfred. El Capitán es un tirador excepcional: sé que ganó varias medallas de tiro y, si hubiera querido disparar contra mi señor, o contra cualquiera de los invitados, les habría dado en un ojo, si eso es lo que se hubiera propuesto. No, me permitirán esta teoría, aun a riesgo de que este equivocado, y con ella no trato de disculpar a Gallagher. Yo sigo sin entender por qué disparó en esa dirección y no creo que errase el tiro. Si dio en ese árbol es porque apuntó contra ese árbol...

-Ha dicho usted cosas de sumo interés, sr. Carter -habló, por fin, el Padre Brown. -Al respecto de sus palabras, le pregunto si tal vez pudo ver usted si nuestro amigo corría con el arma en la mano o no...

-No, no vi que llevase arma alguna... -respondió el buen mayordomo, casi sin dejar que el cura terminase su pregunta. -Ya debía haberla guardado en su funda. Vi que era una de esas fundas que pueden llevarse fácilmente en la cintura, aunque disimulada con la chaqueta. No pude ver si sobresalía el bulto por la chaqueta. Todo fue demasiado rápido...

-Un par de cosas más, Carter -dijo el Inspector. -¿Notó usted algo raro en el Magistrado, Sir Wilfred, o en alguno de los invitados, tanto el viernes como ayer sábado? Cualquier cosa, aunque le parezca irrelevante en apariencia.

-Temo defraudarles de nuevo. No, todo se desarrolló de la forma habitual cuando hay invitados en Woolcott Manor. Cada cual fue llevado al cuarto que se le había asignado; la cena del viernes transcurrió sin incidentes; no hubo ninguna queja, al menos que supiéramos en el servicio doméstico. La noche del viernes los caballeros estuvieron jugando al bridge hasta tarde y ni por la noche ni en la madrugada -me he acostumbrado a que mi sueño sea muy ligero, por si mis amos necesitan algo a esas horas intempestivas- noté nada que se saliera de lo habitual.
-¿Estuvo usted en la sala de juegos cuando, a eso de las tres, Sir Wilfred y el Fiscal les enseñaron a los otros las armas y la cajita con las balas? -preguntó el Inspector, de nuevo.

-Solo en los instantes iniciales, cuando serví la primera remesa de bebidas a todos. Luego Sir Wilfred me autorizó a salir. Tenía que marcharme para ayudar en el servicio de té y luego en la cocina... No llegué a ver cómo les mostraban las armas.

-¡Eso es todo por el momento, Carter! Puede usted irse... -soltó Chase. -Ah, por favor: diga a todos los invitados y a las señoras Woolcott, madre e hija, que bajen al salón y nos esperen ahí una media hora, más o menos. Vamos a registrar todos los dormitorios, excepto el suyo y los de las criadas. Ya está cursada la petición oficial de registro, aunque aún no la tengo en mi poder. Dígaselo a la señora Woolcott y que todos vayan al salón. Dentro de esa media hora nos reuniremos con ustedes para cerrar el caso, ya que les ofreceré a todos mi propia solución del misterio...

En cuanto el mayordomo, que había asentido muy amable y cumplidamente a las peticiones del Inspector, hubo salido de la estancia donde se estaban efectuando los interrogatorios, el Inspector se levantó de su asiento, sin dejarse sus notas en la mesa, le rogó a Flambeau que, una vez más, le hiciera el favor de darle un puro, y les conminó a iniciar el registro de las habitaciones donde se alojaban cada una de las personas sospechosas. Ya iban a salir en dirección a la primera planta cuando, de pronto, como una sorpresa inesperada, sonó el teléfono, lo descolgó el Inspector y...

-Carruthers, ¿es usted? ¿Llegó bien con Parks...? De acuerdo... ¡¿Cómo?! ¡No me diga...! ¿Seguro que es él? Bien, sargento. Tráiganlo aquí, ya mismo, sí, ipso facto -y colgó el auricular, diciendo, muy alborozado. -¡Era el sargento Carruthers! Me informa de que una de las patrullas que andaba en su busca, la que fue a Guildford, acaba de detener al Capitán Gallagher. Ya no cabe duda de que era él quien salió huyendo de la casa... Van a traerle para aquí y estarán aquí a eso de la una y media, o tal vez antes, si el tráfico no lo impide. En fin, caballeros... ¡Vamos a registrar los dormitorios!

Como los sabios y curiosos lectores podrán comprobar, los acontecimientos en Woolcott Manor se precipitaban hacia su final. Eran las once y media cuando subieron a la planta primera. Comenzaron su pesquisa, registro y escrutinio por el dormitorio del matrimonio Woolcott, sin hallar nada que fuera de interés para el caso. 
 
Luego siguieron por el que había ocupado el Fiscal Parks (ahora vacío, salvo por sus maletas, que aún se encontraban allí) y ahí sí pudieron ver un par de cosas relevantes: lo que les llamó la atención es que alguien, tal vez entre la hora en que el Fiscal fue sacado de la casa y el momento en que se iniciaron los registros, una persona incógnita había estado, sin duda, en ese cuarto, con el indudable propósito de fisgar entre los papeles y demás pertenencias del señor Arthur Parks, quién sabe buscando qué... También pudo ser que, antes de salir, el Fiscal lo preparase todo para aparentar que alguien había entrado en su cuarto a hurtadillas. Pero esta era una opción demasiado rebuscada, aunque entraba dentro de lo posible.

Había varios folios de asunto legal por el suelo. Al ver lo que contenían, observaron que no guardaba ninguna relación con el caso. ¿Qué era lo que habría estado buscando el misterioso fisgón? Los cajones estaban abiertos y alguien tuvo mucho empeño en remover las cenizas de la chimenea, en las que no hallaron más que los restos de madera quemada y un pequeño trozo de metal, retorcido y poco reconocible, que al principio no supieron qué era y más tarde se identificó, sin duda, como parte de la cerradura metálica de la cajita de madera, la que contuvo las balas de la munición simulada. Era, pues, evidente que alguien (¿Parks u otra persona? No se podía saber cuándo se había encendido la chimenea) había quemado la caja, eliminando una importante prueba de aquel caso, lo que dificultaría su identificación por parte del armero, el sr. Walter Hook. 
 
Por cierto que, a pesar de esa pista tan clara, no había en la chimenea ni en ninguna otra parte del dormitorio de Parks ni el menor rastro de las balas de fogueo o simuladas. Aunque alguien, quien fuera, se hubiera deshecho de la caja acusadora, Parks debió -si es que fue él- ocultarlas en otro lugar. Quién sabía entonces si se las habría llevado consigo... El registro de los otros cuartos reveló poca cosa: la manía de Redvill por las charadas de lógica matemática y varios diarios doblados, y con más crucigramas resueltos; el gusto de la señorita Artemise North por los abrigos caros; la afición del Juez Oliver Thorpe por la bebida (escondía una petaca con whisky de calidad en uno de los cajones del armario); y, en fin, la cuidadosa pulcritud con que lo había dejado colocado todo el Capitán George Gallagher, signo una vez más de su condición de militar. 
 
Terminaron los registros sin que el Padre Brown, Flambeau o el Inspector Chase dejaran nada realmente en claro. Tuvieron la sensación de que una persona desconocida -¿o tal vez fuera una nueva simulación de Parks?- se había deshecho de la caja de madera y había estado buscando algún papel de cierta importancia para el caso. Existía la posibilidad de que lo hubiera encontrado y se lo hubiera llevado del cuarto del Fiscal. Pero no estaba en las otras habitaciones, así que, si alguien cogió algunos papeles que fueran comprometedores, debió llevárselos consigo y debía tenerlos encima.

Llegaron, pues, al salón principal. Ya estaban allí todos los invitados, amén de la señora Woolcott y su hija, acompañadas por el mayordomo Carter, las cocineras y una criada que, aunque no habían tenido ningún papel en el drama que se había vivido allí, no querían perderse el hecho de que el señor Grandison Chase, el fornido y bigotudo Inspector de Scotland Yard, diera comienzo a su explicación del caso, cosa que hizo a los pocos minutos de llegar. Se sentó, encendió el puro que, una vez más, le había gorroneado al pobre Flambeau, y con ello se dio inicio a

LA SOLUCIÓN DEL INSPECTOR GRANDISON CHASE

-Damas y caballeros. Ante todo les pido que guarden un respetuoso y atento silencio a cuanto voy a decir, rogándoles que no me interrumpan en lo más mínimo hasta el final de mi exposición de los hechos, en la que trataré de reconstruir lo que, en mi opinión y casi con toda seguridad, ocurrió en esta casa y que dio lugar a eso que venimos llamando 'el misterio de Woolcott Manor' y que, merced a la señorita North y a otros ávidos y sarnosos buitres de la prensa, desde hoy mismo corre de boca en boca por toda Inglaterra. Desde el principio tuve claro que la persona con mayores motivos para planear y ejecutar el asesinato de Sir Wilfred no podía ser otra que el Fiscal, el señor Arthur Parks.

Al revelarse la identidad del presunto criminal, las criadas lanzaron ayes de admiración, exclamaciones de “oh” y “ah” que no dejaron de parecerle muy divertidas a Flambeau, el más jovial de los presentes. El Inspector Chase continuó, intercalando sus palabras con chupadas a su cigarro (bueno, al cigarro que era de Flambeau) y chasqueos de su lengua:

-Por cierto, señores, que esta mañana he accedido a la petición de nuestro amigo, el Padre Brown, el cual me pedía que nos lleváramos al Fiscal de Woolcott Manor lo antes posible. El buen curita les revelará sus razones para obrar así pero sepan que, si he consentido con su desesperado y sorpresivo ruego ha sido más en atención a la estima que le tengo que a estar en todo de acuerdo con la medida, ya que me hubiera gustado que Parks estuviera presente para ver sus reacciones cuando le acusara de la perversidad y maquiavelismo con que elaboró la muerte de su amigo. Ire por partes, para que nadie se pierda.

Insisto, de nuevo, en que el Fiscal me pareció el principal sospechoso desde el principio. Ustedes me hicieron observar que, durante toda su estancia aquí, se había mostrado tenso, nervioso, como impaciente ante algo que, de antemano, conoce y sabe cómo va a suceder pero temiendo que alguna cosa falle. Está claro, como ya sospechó la señorita Louise Woolcott, que Parks es un hipócrita que había engañado a su padre durante estos dos últimos meses, haciéndole creer que deseaba reparar los errores del pasado y recuperar la amistad perdida. 
 
Es del todo evidente que eso formaba parte de su plan de acercamiento al Magistrado. Una vez hubo ganado su confianza y, aprovechando aquella vez que observaron los sables y otras armas antiguas, quién sabe si no le haría alguna sugerencia subliminal al pobre Woolcott sobre la celebración de un duelo, como forma de dirimir y borrar sus diferencias del pasado. Sólo Sir Wilfred podría sacarnos de esta duda, pero por desgracia no puede hacerlo. La coa es que la idea del duelo pasaria por ser del Magistrado, aunque es muy posible que se la sugiriese Parks. Lo demas fue echar a rodar un plan muy bien tramado desde el principio. 
 
Elegidas las armas, las semiautomáticas Mauser C96, en propiedad de Woolcott y compradas a Redvill tiempo atrás, y decidido el uso de munición simulada, que Parks se comprometió a comprarle al armero Hook, el plan entraba en una nueva fase para la cual nuestro pérfido “amigo” necesitaba la inestimable colaboración de un cómplice. Sí, damas y caballeros. Parks no lo hizo solo. Poco a poco, a través de mi observación y de los interrogatorios, he ido descubriendo que, sin la menor duda, el Fiscal tuvo que actuar ayudado por un cómplice. ¿Quién fue ese cómplice? Pues ni mas ni menos que... ¡la señorita Artemise North!

Y, diciendo estas palabras a voz en grito, el Inspector la señaló con su dedo acusador, mientras la joven se ruborizaba, no se supo bien si de miedo, de vergüenza o de rabia e indignación. Sea como fuere, el Inspector no dio lugar a que le interrumpiera la periodista, ni nadie, y prosiguió diciendo:

-Fueron usted y Parks, ¿no es así? Oh, no se enfade. Reconozca su aviesa intervención en el caso o calle hasta el final, pero no trate de simular esa especie de rabieta... Usted conocía a Parks, le había entrevista para su diario, el Evening Star, y sin duda se aliaron (como usted, en un lapsus de su declaración, casi llegó a sugerir) para acabar con la vida de su enemigo común: el Magistrado Wilfred Woolcott. Sus motivos eran de muy diversa índole, pero ambos odiaban a Sir Wilfred por igual.

* * * * * EN LA PRÓXIMA -Y, ESPERO, ÚLTIMA ENTREGA, EL INSPECTOR GRANDISON CHASE CULMINA SU SOLUCION DEL CASO; LOS LECTORES CONOCERÁN LA SOLUCIÓN DE FLAMBEAU, DISTINTA DE LA DE CHASE, Y SABRÁN DE QUÉ FORMA RESUELVE EL MISTERIO EL PADRE BROWN.

YA SE CONOCEN TODOS LOS DATOS DEL CASO, SALVO LA DECLARACIÓN DEL CAPITÁN GEORGE GALLAGHER. A PESAR DE ELLO, YA PODÉIS DAR EN LA DIANA Y ESBOZAR VUESTRA PROPIA SOLUCIÓN DEL ENIGMA, QUERIDOS DETECTIVES
 
MI MÁS SINCERO AGRADECIMIENTO, AMIGOS. SALUDOS A TODOS * * * * *

[CONTINUARÁ...]

CHISPAZOS OTOÑALES

Tras el cambio de hora al llamado "horario de invierno" y con la vista puesta en la nueva edición de las Elecciones Generales en ...