sábado, 28 de noviembre de 2009

Nuevas aventuras de Holmes y Watson (y 8)

-->
LA AVENTURA
DEL DIAMANTE PEDRUSKOW 
(y VIII) 
[Dedicado a Sir Lance]

-->
XV
Todos los llamados a la lectura del testamento del lord llegaron de manera muy cumplida y puntual. Cuando se huele el dinero, los buitres acuden como a la carroña. Además de los invitados (Artemio Moresby-Jones, el sobrino del lord; el doctor Hopkins; el abogado y albacea del lord, señor Wardroper) y del servicio doméstico (la cocinera y ama de llaves, señora Hutchinson; el mozo Tim Timson, el mayordomo…), estábamos Holmes, Lestrade, varios agentes de la policía local y servidor de ustedes, yo mismo.
Con voz pomposa y modales elegantes, el abogado Wardroper, tras haber roto el lacre del testamento, dio lectura al mismo:

“Yo, Godofredo Ataulfo Remigio Atanagildo de Todos los Santos Moresby Passington, en pleno uso de mis facultades físicas y mentales, dicto esta mi última voluntad y testamento, en Surrey, a 10 de febrero de 18… Comoquiera que mi único pariente vivo es el señor Artemio Moresby-Jones, a él le lego la posesión de mi finca, Moresby Mansion, y sus terrenos colindantes; a mi buen amigo, el doctor Hopkins, le lego mi colección de mariposas; al letrado señor Basilio Wardroper, le dejo mi colección de sellos y un anillo que perteneció a la Emperatriz de Lavapiés; a mi fiel mayordomo, le lego la vajilla inglesa que tanto le gusta limpiar; a mi querida ama de llaves y estupenda cocinera (cómo echaré en falta en el más allá tu sopa de cebolla con torreznos), la señora Hutchinson, le dono una pensión vitalicia de 1.000 libras, hasta que fallezca; a Tim Timson, un cheque por valor de 500 libras, por sus servicios; al resto de mi servidumbre, un premio de 300 libras para cada uno. Y el grueso de mi fortuna, que incluye el diamante Pedruskow y algunas otras joyas y pinturas de cierto valor, por todo lo que sume, dispongo que se venda, se haga dinero y se done a las Hermanitas de la Caridad del Convento de Santa Brígida, del condado de Surrey. Esta es mi voluntad y pido que se cumpla de manera fiel y escrupulosa. De todos guardo un buen recuerdo. Hasta siempre, amigos”.

Era digna de verse la cara de rabia de Artemio Moresby, al saberse privado de la fortuna de su tío, ya sin remedio. Y las de los otros, que todavía aspiraban a alguna de las migajas del lord, tampoco eran caras de buenos amigos.
Holmes me susurró al oído: “La señora Hutchinson debía de ser amante del lord, porque, si no, no se explica esa generosidad con ella y la roñosa muestra de cariño con los demás. Ay, esa sopa de cebolla…” Por mi parte, le susurré: “Este lord, además, me parece debía ser muy católico, por el largo beneficio que le ha dejado a la Iglesia”. Holmes me miró a los ojos y bisbiseó: “Nones, Watson. Recuerde que el lord cambió el testamento. Seguramente, en la redacción previa, le legaba todo a su sobrino, pero algo debió hacerle cambiar de idea…” Lestrade nos miraba con una leve sonrisilla en el rostro.
-Secretitos de novios, eh. Pues va siendo hora de que dé usted un paso al frente, amigo Holmes. Aproveche que está aquí todo el personal para atizarles su solución, como quien pulveriza un matojo de hierbajos. Sepa usted que me parece que esta vez se va a pisar los faldones del traje, porque yo también tengo mi solución…
-Expóngala usted primero, amigo.
-Le cedo el turno. Soy así de generoso.
-Ya. Usted lo que quiere es apuntarse el tanto y llevarse la recompensa por la recuperación del diamante.
-¿Vamos a medias? –preguntó Lestrade, en tono lastimero.
-A tercias. No se olvide del buen doctor Watson.
Lestrade aceptó a regañadientes. Holmes se levantó y con voz de trueno convocó la atención de los circunstantes. Iba a empezar a exponer su solución del caso. Todos se acomodaron y guardaron un nervioso silencio.

XVI
“Damas y caballeros, voy a exponerles la solución al misterio del asesinato de Lord Moresby y de la desaparación del diamante Pedruskow. Para todos es evidente que los sospechosos principales son Artemio Moresby, sobrino del lord; el doctor Hopkins, su médico personal y el señor Wardroper, su abogado y albacea testamentario. Los tres subieron a la habitación del lord pero es igual de evidente que ninguno, salvo el doctor, pudo asesinar a lord Moresby sin presencia de testigos. Hubo un momento en que el buen doctor se quedó solo con su paciente y bien pudo asestarle las puñaladas pero, además de que no tenía ningún motivo para asesinar al lord, en los interrogatorios nos aseguró, por su honor de caballero (y lo recalcó mucho), que lord Moresby estaba vivo cuando él se marchó del cuarto en compañía del sobrino y el abogado. Pudo mentirnos, pero yo sé que no lo hizo. Quien tenía los motivos más poderosos era el sr. Artemio Moresby-Jones, que está endeudado hasta las cejas y espera la herencia como agua de mayo. Pero éste no tuvo la oportunidad, pues siempre hubo alguien presente cuando vio a su tío. Lo mismo ocurre con el abogado Wardroper, cuyo motivo era hacerse con la posesión del diamante, pero tampoco tuvo oportunidad. La sra. Hutchinson tampoco tenía motivos conocidos, y aunque pudo envenenar el té, no hubiera podido apuñalar al lord, como nos confirmó Lestrade al decir que no había traspasado el umbral de su cuarto. Esa fue la primera clave para mí: estaba claro que el asesino tenía que ser, forzosamente, uno de los tres sospechosos, pero ¿quién? Me llamó la atención que todo ocurriese tan ordenadamente, con los tiempos tan medidos, es decir, como si obedeciera a un plan preconcebido. Tras hacer los interrogatorios, esa suposición cobró fuerza y se vio confirmada por dos hallazgos muy relevantes: el pañuelo con gotas de tintura rosada que encontramos en el maletín del doctor y el bote con el té especial para lord Moresby-Passington. En suma, todos asistieron a una suerte de representación teatral con el objeto de engañarles y hacerles creer que el lord estaba muerto cuando lo encontró la señora Hutchinson, cuando la verdad es que fue asesinado después. Me entenderán mejor con un resumen de la secuencia de los hechos tal y como ocurrieron:

1) Antes de ejecutar el crimen, alguien introdujo una sustancia en el bote de té del lord para que éste, al tomarlo, tuviera dolores de estómago y hubiera que llamar al médico. Por eso él susurró “Té con limón…”. No estaba pidiendo otro té; lo que hacía, en realidad, era manifestar que el té que le habían servido era responsable de sus dolores;

2) El sobrino, el abogado y el doctor subieron a ver al lord, con varias intenciones: aparentemente, para calmarle, llevarle el testamento y la caja con el diamante Pedruskow, pero también para preparar los pormenores del caso, esto es, del ‘lordicidio’: en esos instantes ninguno de los tres, por separado, pudo cometer el crimen sin ser visto por los otros; 

3) Dejaron al lord bajo llave: en ese momento ya se había cometido un crimen: el robo del diamante; como el lord estaba seminconsciente, uno de los tres, posiblemente el señor abogado, aprovechó para sustraer el diamante, y esconderlo; luego volveré a tratar del diamante, que siempre ha estado oculto aquí mismo, en la mansión; además, alguien, posiblemente el doctor, preparó las sábanas y la colcha con un tinte rosado que imitaba la sangre, todo para hacernos creer que el lord ya estaba muerto y por eso se quedó un poco más mientras los otros esperaban fuera y por eso pudo jurar tan categóricamnete que el lord estaba con vida cuando los tres abandonaron la estancia, porque era verdad; 

4) Cuando la sra. Hutchinson subió con el segundo té (imagino que estaría también envenenado y habría rematado al lord), encontró la colcha llena de la falsa sangre, tal y como los otros lo habían dispuesto; 

5) Dio la voz de alarma y aquí empezó el segundo crimen: al quedarse solo con el lord, ahora sí que el médico tuvo todo el tiempo del mundo para asestarle las tres puñaladas (fíjense que fueron tres y no dos, como forma simbólica de decirnos que el crimen fue cosa de tres personas; con una, ya se habría desangrado y muerto); 

6) Por supuesto, la piedra ya no estaba en la caja, pues la habían sustraído antes, y a los ojos de la policía parecería un crimen imposible: los tres, sobrino, médico y abogado, se daban unos a otros la coartada en el asesinato y en el robo, y los tres iban a obtener beneficios: el sobrino, inductor de este crimen y cerebro del mismo, lograría parte de la fortuna, que ya sabría menor de lo esperado, porque el abogado se lo habría dicho (ese fue su móvil también, la venganza por el cambio de testamento de su tío el lord); el médico, sin móvil aparente, sería premiado con dinero, por ser el matarife, digámoslo así, y quien más se jugaba al dejar sus huellas y todos los rastros en su contra (sólo nos queda saber con qué instrumento apuñaló al lord y dónde lo ocultó, pero a los interrogadores policiales no les será difícil sonsacar al ‘buen’ doctor); 

y 7) Por último, se benefició el abogado, que iba a poseer el diamante Pedruskow. Todos se arriesgaban mucho, pero todos ganaban si el asesinato y el robo quedaban sin solución”.

Mientras Holmes daba su solución del caso, observé cómo se removían los implicados: el doctor se mordía el bigote; las manos del sobrino jugueteaban nerviosamente con un cigarrillo; el abogado no cesaba de carraspear, ansioso por meter baza y excusarse. Lestrade, también inquieto (sin duda, la solución de Holmes era mejor que cualquiera que él pudiera ofrecer), vociferó:

-¡Agentes (dijo a sus hombres), detengan a los tres hombres bajo la acusación de asesinato y robo! Llévenlos a la comisaría central de Surrey. Allí les harán la ficha policial y les tomarán declaración… Todo eso está muy bien, Holmes, y parece que su solución explica el caso perfectamente...
-Estoy seguro –dijo Holmes– de que su solución era más poética.
-Pero no ha dicho dónde demonios está el diamante Pedruskow.
-Ah, querido amigo, eso es fácil: está aquí mismo, en el salón. Recordará que preguntamos cuánto podía valer y cuánto pesaba. Y recordará que les alabé la exquista decoración del salón: ¿dónde, de este gran salón, esconderían ustedes una piedra similar sin que llamase la atención?
Ni Lestrade ni yo supimos darle respuesta. Ante nuestro silencio, Holmes dijo:
-El mejor sitio, fuera de jarrones molestos e incómodos relojes que pueden ser limpiados o puestos en hora (con lo que se habría descubierto el diamante), es sin duda una de estas lámparas estilo araña: están llenas de pequeñas piedrecitas que parecen diamantes. Vean la lámpara del centro…
-¡Es verdad! –grité yo, fijando mis ojos en la lámpara– Está inclinada hacia un lado, sin duda por el peso del diamante.
Holmes se subió a una silla, alargó el brazo y rescató el diamante Pedruskow de entre los otros falsos y diminutos diamantes.
-…Et voilà! He aquí el diamante Pedruskow, donde siempre estuvo: es casi seguro que, mientras el médico apuñalaba al lord, los otros, con la agitación de la casa, aprovecharon un momento de soledad en el salón para colocar aquí la piedra, a la espera de que todo se calmase y recuperar la joya.
Lestrade se largó con la piedra bajo su custodia y la promesa de compartir la recompensa. Holmes y yo fuimos camino de la estación de tren, porque ya nada teníamos que hacer en Moresby Mansion.
-No fue un poco petulante por su parte el decir –le dije a Holmes por el camino –que el caso estaba medio resuelto con solo el indicio de que la señora ama de llaves no había traspado el umbral del cuarto: aún no sabíamos lo del pañuelo con manchas de tinta o lo del té envenenado o lo de…
-Tal vez tenga razón, Watson, en que me precipité un poco, lo admito. Pero tenía razón y piense que lo hice para ver la cara de total idiotismo y perplejidad de Lestrade. Ese detalle, creo, vale casi tanto como el diamante, ¿no le parece?
   

FIN DE
“LA AVENTURA DEL
DIAMANTE PEDRUSKOW”.
 



domingo, 22 de noviembre de 2009

Nuevas aventuras de Holmes y Watson (7)



LA AVENTURA 
DEL DIAMANTE 
PEDRUSKOW
(VII) 
[Dedicado a Sir Lance] 




XIII


Holmes pidió que compareciese la señora Hutchinson, la cual, para abreviarles a ustedes la narración, declaró que es cierto que le sirvió un té antes de que comenzase la tragedia, y que en él alguien pudo poner o una narcótico o un veneno, pero ella aseguraba no tener arte ni parte en aquella atrocidad. 
Fuera veneno, droga o dolor auténtico, eso provocó que la señora Hutchinson tuviera que llamar al médico. El segundo té ya no pudo tomarlo. El ama de llaves y cocinera vio horrorizada la colcha ensangrentada, tiró el té y no pudo ni siquiera atravesar el umbral de la habitación, punto que Holmes remarcó y que consideraba esencial en el caso, como luego se demostró. Una vez que la señora Hutchinson se fue, Lestrade miró a Holmes como quien espera el resultado de unos análisis médicos. Yo, por mi parte, le observé también y le dije, lleno de dudas:
-Amigo Holmes, ya no sé qué pensar. Parece que la señora Hutchinson no pudo matar al lord, aunque no imagino qué motivos podría tener para ello. No entiendo su reiterada insistencia en el detalle de que ella no entrase en la habitación del difunto, como no sea para exculparla.
-Ya lo entenderá, querido Watson. A su debido tiempo. Ahora estoy un poco cansado, pero me quedan fuerzas para hacer lo último que debemos hacer. Y son dos cosas: examinar el cadáver y el maletín del doctor Hopkins. Con ello y, si encuentro lo que espero, casi podremos dar el caso por cerrado.
-Pero, pero… -balbuceó Lestrade- si aún falta descubrir el diamante y…
-Oh, amigo Lestrade. El diamante está localizado. Desde que llegamos aquí sé dónde está el diamante. Ya les dije que me encanta la decoración del salón principal y me sigue gustando.
-¡¿Quiere decir –exclamó Lestrade– que el diamante está aún en Moresby Mansion, que no ha salido de aquí!? Pero si mis hombres lo han registrado de arriba abajo y no ha aparecido nada.
-Eso es porque no saben mirar donde deberían, Lestrade. Vayamos, pues, a examinar el cadáver y el maletín del buen doctor.
-¿Espera usted encontrar en él el arma del crimen? –pregunté.
-Ojalá, pero me temo que no. Espero encontrar el simulacro del crimen…
Fuimos a la capilla ardiente donde yacía el cadáver de lord Godofredo. Estaba tan pálido como la cera. Holmes examinó a conciencia las heridas producidas por las puñaladas. Tras un análisis de la piel, algo azulosa; las pupilas, un tanto dilatadas; y las uñas, también azulosas, del difunto lord, mi amigo dictaminó que era muy posible que hubiera sido drogado o envenenado antes de ser salvajemente asesinado. Lejos de aclararse, el asunto se oscurecía más y más. ¿Acaso intentaron matarlo de diversas formas? ¿Por qué envenenarlo y luego apuñalarle? Yo no salía de mi asombro. Gracias a la autoridad de Lestrade, nos hicimos con el maletín de Hopkins. No había rastro de cuchillos o armas que hubieran podido ser usadas en el crimen, pero Holmes halló algo que le puso de un humor excelente: unas gotas de una tintura rosada en uno de los pañuelos del doctor le hizo sonreír como un niño.
-Señores: ¡el caso está resuelto! Déjenme esta noche para reflexionar sobre todas las piezas del puzzle y mañana, tras la lectura del testamento, les revelaré a todos la solución del misterio.
Lestrade y yo nos miramos, atónitos, llenos de perplejidad. Ni él ni yo podíamos dar crédito de la seguridad de Holmes y de su insultante capacidad deductiva. No nos quedaba más que ir a comer, dejar que pasasen las horas hasta el día siguiente, y meditar sobre el caso, uno de los más singulares de la carrera de mi amigo Holmes, el cual, como se leerá muy pronto, lo resolvió, coronando con él una de sus más sensacionales aventuras.

XIV

La noche anterior a la lectura del testamento de lord Godofredo Moresby y a la resolución del enigma por parte de mi amigo Sherlock Holmes, yo no podía dormir, así que me puse el batín, me calcé las pantuflas y salí.
Todo en Moresby Mansion estaba en calma. En el cuarto contiguo al mío oí los ronquidos de Lestrade. En el de Holmes, silencio. Ni siquiera se veía luz tras la rendija de la puerta (mi amigo suele pasarse las horas leyendo o meditando y es capaz de aguantar mucho tiempo sin dormir). En fin, bajé para ver si podía tomar un vaso de leche. Al acercarme a la cocina oí un ruido extraño. Provenía de la despensa. Detecté la presencia de una sombra, tal vez fuera un mendigo de los alrededores que andaba a la caza de comida. Con todo sigilo, me aproximé, cogí un rodillo de amasar, lo alcé y…
-¡Quieto, Watson! –me detuvo una atronadora voz, sujetándome el brazo.
-¡Holmes! ¡Es usted! –grité, casi sin resuello.
-Sí, y por poco dejo de ser yo mismo bajo el peso de su justicia.
-Pero ¿qué hace aquí a las tres de la mañana? Déjeme deducirlo: igual que yo, no puede usted dormir por la excitación del caso, ¿verdad?
-Siento defraudarle: ya he echado un sueñecito. Buscaba el bote del té de…
-Yo también me tomaré uno.
-No se lo aconsejo. Éste, por lo que puedo colegir, contiene restos de algún tipo de veneno. Para identificarlo necesitaría mi equipo, pero basta con oler el bote para saber que no sólo contiene té.
-Eso es muy peligroso. Alguien más podría ser envenenado sin querer…
-No, según tengo entendido. Este bote es especial: contiene el té favorito del lord, un Earl Grey de bastante calidad. Nadie más que él toma esta infusión.
-¿Cómo lo sabe? ¿Lo ha deducido por alguna pista en el bote?
-No, hombre. Antes de irme a dormir se lo pregunté a la señora Hutchinson. Y va siendo hora de que usted y yo volvamos a nuestro cuarto. Si quiere un té, espere a mañana, que hay otros botes. La leche está ahí. Y también hay bizcochos borrachos, y frutas de Aragón…
-Gracias, prefiero la leche.
-Pues vaya leche… -susurró Holmes.
Tomé mi vasito, acompañé a Holmes a su cuarto y ambos nos fuimos a dormir, que mañana teníamos mucho que trajinar.




TO BE CONTINUED 
(CONTINUARÁ…)

Y ya queda poco: ésta es la penúltima entrada antes de que Holmes, Watson y Lestrade descubran el misterio del diamante Pedruskow...


miércoles, 18 de noviembre de 2009

Nuevas aventuras de Holmes y Watson (6)


LA 
AVENTURA 
DEL 
DIAMANTE 
PEDRUSKOW 
(VI) 


[Dedicado a Sir Lance]

XI
El doctor Rodolfo Hopkins era un hombre de unos cincuenta años, calvo y exquisitamente afeitado, que ocultaba unos ojillos azul intenso detrás de unas gafitas de color ahumado. Pasó el Dr. Hopkins a la salita de interrogatorios y Holmes le ofreció el mismo asiento que antes había ocupado el sobrino del difunto Lord Moresby-Passington.
-Tengo unas cuantas preguntas que hacerle, Dr. Hopkins… Primera: ¿tenía Lord Godofredo una buena salud o padecía de algún mal?
-A la edad de un hombre como Moresby –respondió el médico, con voz algo ronquilla–, el más leve catarro puede ser fatal. Estaba enfermo del corazón y tenía achaques en los huesos, pero en general todavía se manejaba bien.
Holmes miró al techo, exhaló humo de su pipa y siguió la encuesta:
-Las puñaladas que recibió el cuerpo del lord, ¿le causaron la muerte o hubo algún elemento más implicado en su asesinato?
-¿Por qué lo dice? Está claro que murió desangrado, a consecuencia de las puñaladas que recibió… -el doctor parecía indignado.
-Lo digo porque huelo el característico tufillo a somnífero. Me da que alguien pudo drogar a lord Moresby antes de acercarse a su lecho, con premeditación y alevosía, y coserlo a cuchillazos. ¿No es cierto, además, que usted vino a la mansión porque al lord le dolía mucho el estómago? No ha dicho nada de eso ahora, querido Hopkins…
-Es cierto –replicó el doctor, después de carraspear, incómodo– que le dolía mucho el estómago. Es cierto también que estaba más adormilado de lo usual en él, pero no veo quién pudo drogarle, como no fuera el ama de llaves, la señora Hutchinson, cuando se le sirvió el té…
-Drogado o envenenado, tal vez. El té pudo disimular el sabor tanto de un veneno, tipo arsénico, como de un somnífero, como el veronal, ¿no es así?
-En efecto, así es. El té disimularía el sabor de un elemento extraño. Pero no veo por qué envenenarle primero y apuñalarle después, señor Holmes…
-Déjeme a mí las deducciones. Otra cosa más: Moresby-Jones, el sobrino del lord, asegura que usted se quedó un poco más de tiempo la última vez que vieron vivo al lord. ¿Es eso cierto?
-Lo es. Me quedé a acomodarle un poco y a dejar que descansara. Pero no tardé ni un minuto en salir detrás de ellos. ¿No sugerirá usted que en ese breve tiempo maté a lord Moresby?
Lestrade y yo miramos a Holmes. Éste guardó silencio unos segundos.
-Para asestarle unas puñaladas bastan unos pocos segundos. La verdad es que usted tuvo tiempo de sobra para asesinarle, pero en esa clara posibilidad se interpone algo y es su falta de móvil: usted ni codiciaba el diamante, como el abogado Wardroper, ni ansiaba el dinero del lord, como su sobrino.
-¡Yo le aseguro, señor Holmes –aquí la voz del Dr. Hopkins no tembló ni un instante y sonó como un trueno en la habitación–, por mi honor de caballero, que lord Moresby estaba vivo cuando le dejamos descansar…!
-Le creo, doctor. Aunque para mis amigos, su colega el Dr. Watson y el señor Lestrade, de Scotland Yard, es usted uno de los principales sospechosos. ¿Es posible que aún podamos examinar el cadáver, verdad?
-Está en una sala de la mansión, en la capilla ardiente. Pueden pasar a echarle un vistazo cuando gusten –aseveró el doctor Hopkins. Dicho lo cual, Holmes le rogó que dejase su puesto y que pasara el abogado Wardroper.

XII
Entre tanto, Lestrade y yo volvimos a discutir. Para mí estaba claro que el médico era el culpable, aunque la sugerencia de Holmes de que le faltaba un móvil claro había conseguido sembrar de dudas mi mente. Al poco rato pasó a la salita el abogado. Era un hombre alto, delgado y distinguido, de mucho porte y maneras elegantes. Lucía en el dedo meñique de su mano derecha un lujoso anillo de oro con una pequeña piedra azul incrustada. Era evidente que le gustaban las joyas. Éste, al menos, tenía un móvil definido: robar el famoso diamante Pedruskow. Holmes le hizo unas cuantas preguntas:
-Mañana se abre el testamento del lord, ¿no es así?
-Ciertamente, querido amigo.
-Ya sé que no puede usted revelarnos nada de su contenido, pero sí tengo una curiosidad, que seguramente podrá disiparme: ¿cambió el lord su testamento?
El abogado estaba sorprendido. Miró a Holmes de hito en hito y respondió:
-Me asombra que me lo pregunte. Sí, es cierto. Lo cambió dos veces. Una hace varios años. La segunda, el mes pasado. Por supuesto, no puedo decirle nada más, pero sí es verdad que hizo unos cambios en su última voluntad.
-Otra cosa. Cuando usted y el sobrino salieron del cuarto, mientras el doctor estaba dentro, ¿podía usted ver desde fuera lo que hacía el médico?
-No, porque la puerta estaba entornada y nos tapaba la visión.
-¿Cree usted que el médico pudo asesinar al lord en ese intervalo de tiempo?
-Es posible. No se tarda mucho en asestar unas cuantas puñaladas, pero a mi modo de ver existe el problema de los gritos. Seguro que el lord habría gritado o, al menos, habríamos oído algún quejido o gemido. No se oyó nada. En un minuto, el doctor Hopkins estuvo con nosotros y todo parecía en calma.
-¿Cuánto vale el diamante Pedruskow?
-Vaya cambio de tema, señor Holmes… –Wardroper estaba intranquilo–. No es fácil de decir con exactitud. Millones, seguro, pero eso depende de algunas circunstancias. Su valor en el mercado puede ser de varios millones de libras, pero habría que hablar con un perista.
-Usted es amante de las joyas. ¿Le gustaría poseer el diamante?
-No puedo negarlo. Es una joya excepcional, pero no mancharía mis manos de sangre por un diamante así, aunque sea una roca rusa valiosísima.
-Según usted –Holmes seguía fumando y mirando al techo, como si sólo quisiera oír las palabras de sus interlocutores– ¿quién y cuándo pudieron robar el diamante?
-El cuándo –aseguró el abogado– lo ignoro, y el quién es indefinido: cualquier persona con apuros financieros o la necesidad de obtener dinero fácil habría podido robarlo. Me figuro que el asesino es también el ladrón de la joya, pero ésta estuvo en el cuarto del lord durante nuestras visitas y sólo la echamos en falta después.
-Cuando usted se llevó de la habitación del lord la caja de cuadales con el diamante, ¿la tuvo siempre bajo su custodia?
-Por supuesto. En ese intervalo nadie, salvo yo mismo, estuvo cerca de la caja. Lo que implica que robaron la joya antes. O sea, que la caja que yo saqué del cuarto ya estaba vacía…
-Eso es todo, señor Wardroper.
El abogado salió y en su cara pudimos ver una elegante indiferencia, como si estuviera por encima del bien y del mal. 

Apreciados lectores:

¿SABEN -o intuyen- QUIÉN ASESINÓ a Lord Moresby? 

¿Y Quién robó EL DIAMANTE PEDRUSKOW? 


Queda poco para que termine esta NUEVA AVENTURA DE HOLMES Y WATSON. 

Hagan llegar sus opiniones sobre el caso a este Blog. Se las remitiremos a nuestros amigos de SCOTLAND YARD...



[En breve, CONTINUARÁ esta apasionante y delirante aventura...]


martes, 17 de noviembre de 2009

Nuevas aventuras de Holmes y Watson (5)


LA 
AVENTURA 
DEL 
DIAMANTE 
PEDRUSKOW 
(V) 


[Dedicado a Sir Lance]

X.

Artemio Moresby-Jones era un joven de unos treinta años, elegantemente vestido, con porte señorial y rostro aún adolescente. Mostraba signos de clara disolución, lo que parecía confirmar las palabras de Lestrade. Enseguida se notaba su afición a la bebida, y era muy posible que fuera dado al juego, a las mujeres, y al vino. ¿Era un truhán, era un señor, era un bohemio, un soñador? No se le conocía oficio de provecho, pero supo aprovecharse de las generosas dádivas de su tío para llevar una vida de lo más acomodada.
Holmes le invitó a sentarse en un sofá de la sala contigua al salón e inició el interrogatorio, con sus maneras pausadas, pero tajantes:
-¿Cuándo llegó usted a Moresby Mansion?
-Aproximadamente a las diez –dijo el señor Moresby-Jones, mientras fumaba un larguísimo cigarrillo egipcio (comprado en Londonderry) de forma lánguida y displicente.
-¿Cuándo pudo ver a su tío, Lord Moresby?
-No me dejaron verle hasta media hora después. El Dr. Hopkins me lo prohibió y, aunque me costó comprenderlo, acepté, para no debilitar la salud de mi querido tío. Cuando me autorizaron, subí con el abogado y el médico.
-¿Cómo encontró usted a su tío? ¿Estaba despierto, se hallaba bien?–Holmes hablaba con los ojos cerrados, como tratando de imaginarse cada acción, cada escena de aquella horripilante y desopilante tragedia.
-Estaba muy desmejorado de cara, muy pálido, yo diría que tenía los labios azulados y con el aspecto de un moribundo. Parecía desorientado, a pesar de estar consciente. Apenas habló. Susurraba palabras ininteligibles. Ninguno de los presentes acertó a entender lo que quería decirnos, hasta que musitó con voz más clara: “Té con limón” y entonces el doctor aceptó aquel ruego de mi tío y nos sugirió que fuéramos a pedirle a la sra. Hutchinson que hiciese el té.
-Un momento –dijo Holmes–, ¿salieron usted y el abogado dejando solo al médico, o bajaron los tres?
-Bajamos los tres. Es cierto que el médico fue el último en salir y supongo que el último en ver con vida a mi tío., a excepción del asesino, claro está. Sí, porque no creo que fuera el doctor. Tuvo que entrar alguien desde fuera, pero no sé cómo, no me lo explico... 
-Continúe.-dijo Holmes.
-A ello iba, a ello iba, señor inspector don Lestrade. Bien, pues el Dr. Hopkins, aunque salió después que nosotros, no tardó ni un minuto en seguirnos. Es decir, primero salimos el abogado Wardroper y yo, y unos segundos después, el Dr. don Rodolfo Hopkins.
Holmes quedó pensativo. Lestrade, rezongaba huraño. Y yo,  mientras tomaba notas (musicales), andaba con el ánimo  abatido, patidifuso y desconcertado.
-¿Dónde estaba usted cuando la sra. Hutchinson descubrió el cadáver?
-Aquí al lado, en el salón, fumando y hablando con los otros.
-Y desde las diez y media, en que subieron a ver al lord, y las once, en que la sra. Hutchinson comenzó a gritar, ¿no se movió usted del salón? Responda sin titubear, es muy importante.
-Estuve con el doctor y con el abogado. Ellos confirmarán que no me moví del salón ni para hacer pip…
-¡Es suficiente, señor Moresby! –cortó Holmes. –Bueno, algunas cosas más. Dígame: ellos dos, el doctor y el abogado, tampoco salieron del salón, ¿no es así? (Artemio Moresby asintió en silencio) ¿Nadie más estuvo con ustedes?
-La doncella, la señorita Dorotea O’Hara, vino a traernos un café. Serían las once menos cuarto o menos diez… No puedo asegurarlo. Ella nos vio a los tres juntos, departiendo sobre la salud de mi tío.
-Supongo que usted heredará todas las posesiones del lord, ¿no es cierto?
Moresby-Jones contuvo su respuesta, un poco enojado, pero finalmente dijo:
-No sé qué pretende insinuar. Supongo que sí. Soy el pariente más cercano. En realidad, el único pariente consanguíneo vivo del lord. Y, aunque atravieso por dificultades financieras, jamás se me habría ocurrido asesinar a mi tío, ni robar su diamante. Además, hasta que no sepamos el contenido exacto de su testamento, no estaremos seguros de que soy su único heredero.
-Mañana se abre el testamento, ¿verdad? –inquirió Holmes–. Para terminar, dígame una cosa, ¿cuánto cree que vale el diamante Pedruskow?
-No tengo ni la más mínima idea. No soy experto en joyas.
-Gracias, señor Moresby. Puede usted retirarse.



Y mientras Artemio Moresby-Jones salía de la salita contigua al salón, Holmes tuvo que aguantar una nueva arremetida de Lestrade, que no cesaba de decir: “Fue él, fue él. Ahora estoy más seguro que nunca”, mientras yo, por mi parte, no pude resistir sugerirle: “Fue el médico, fue el médico, sin duda. Le apuñaló mientras el sobrino y el abogado estaban fuera del cuarto”. 
Y entre Lestrade y yo conseguimos agotar la paciencia de Holmes que, a la vez que pedía que pasase a declarar el Dr. Hopkins, se acercó al minibar, cogió unos cubitos de hielo, lo lió en su pañuelo y se lo puso en la frente, soportando como pudo las voces de Lestrade (“¡Fue el sobrino!”) y las mías (“¡Fue el médico!”), con una resignación de la que jamás creí que pudiera dar tan sufrida muestra...



[En breve, CONTINUARÁ...]

Nuevas aventuras de Holmes y Watson (4)

LA 
AVENTURA 
DEL 
DIAMANTE 
PEDRUSKOW 
(IV) 


[Dedicado a Sir Lance]

VIII
Al día siguiente de nuestra llegada a Moresby Mansion me desperté un poco más tarde de lo que acostumbro. Me despertó un olor apestoso: era la pipa de mi amigo Holmes, el cual ya se hallaba levantado desde hacía horas. No dejaba de dar vueltas por la habitación. Compartíamos el cuarto, aunque en aquella casona habría cabido un regimiento de infantería. Bostecé y, preocupado por el nerviosismo de mi amigo, decidí interpelarle:
-¿Qué le ocurre, Holmes? ¿Algo va mal?
-Nada, querido doctor, nada .-Pero en la expresión de su rostro, que conocía después de tantos años de aventuras juntos, leí los inequívocos signos de la duda. –¿Recuerda que ayer les dije a Lestrade y a usted que creía tener el caso resuelto? Bien, pues hoy no estoy tan seguro. No suelo arriesgar un resultado, y usted me conoce demasiado bien, si no estoy seguro de mi éxito, pero esta mañana me he levantado pesimista. Tal vez mi primera hipótesis era errónea.
Ver dudar a mi amigo (¿se estaba haciendo viejo?) me conmovió, porque yo siempre había admirado su estilo resuelto, decidido, directo como una flecha hacia el blanco. Traté de animarle.
-No se inquiete, Holmes. Seguro que no anda usted descaminado. Como no sé cuál era esa hipótesis suya, difícilmente puedo juzgar, pero me fío de sus intuiciones y deducciones más que de un juez del Supremo. Por cierto, ¿recuerda el caso del juez anglo-alemán Balthasar von Garzonen (Holmes asintió) y cómo usted le atrapó en el desfalco de aquellos cursillos falsos para marquesas viudas? Fue todo un triunfo y usted fue el único que se atrevió a sospechar del magistrado, cuando nadie más le hacía caso. Fue un soberbio triunfo, gracias a sus dotes de deducción. Así que no dude más y vayamos a tomar el desayuno. ¿No huele usted a bocata de calamares con pimientos? La señora Hutchinson habrá hecho un apetitoso breakfast, dear Holmes.
Bajamos a desayunar y en el camino me sorprendí a mí mismo pensando que no le había sonsacado sobre sus dudas y sobre la hipótesis que de forma tan categórica le llevó a dar por resuelto el caso. Los acontecimientos posteriores demostrarían que Holmes, una vez más, no se equivocaba.


IX
Tras desayunar salmorejo con huevos y jamón, dos bocatas de calamares y tres cafés muy cafeinados, bajamos al salón para encontrarnos con Lestrade. La noche antes habíamos convenido con el inspector Lestrade (el cual se fue muy tarde a dormir a “La Posada del Calamar Bizco”) que a la mañana de ese día convocase a todas las personas que vieron con vida a lord Godofredo Moresby-Passington, o sea: el sobrino del lord, Artemio Moresby-Jones; el doctor, Rodolfo Hopkins; el abogado, Basilio Wardroper; el ama de llaves y jefa de cocinas, Gaspara Hutchinson; Tim Timson, el mozo de cuadra, y el resto de servidores de Moresby Mansion, entre los cuales merecen nombrarse a Jeromín Benson, el mayordomo; Euclides Foster, el jardinero; y Dorotea O’Hara, una de las doncellas. Todos ellos eran sospechosos para Lestrade, aunque, por supuesto, dado que Artemio Moresby-Jones era el principal beneficiario del testamento del lord (aplicando la máxima qui prodest?, ¿a quién le aprovechaba más la muerte de Moresby?), la mayoría le culpaban con sólo mirarle, pero nadie acertaba a saber cómo se las pudo ingeniar para matar a su tío, estando vigilado por el doctor, el abogado, el servicio doméstico y con la puerta y ventanas del cuarto del difunto Lord, su tío, cerradas a cal y canto.
Lestrade nos llevó aparte y confirmó estas sospechas:
-Aún no sé cómo pudo hacerlo, pero estoy convencido de que el sobrino mató al lord. El tal Artemio Moresby-Jones es un crápula y un disoluto, según me han informado los agentes de la policía local. Gasta enormes cantidades de dinero en las carreras de tortugas y ahí tienen ustedes un buen motivo para que asesinase a su tío…
-Pero eso –aseveró Holmes– no implica que lo hiciera. Además está la penosa cuestión del robo del diamante. ¿Por qué iba a robarlo si, como es presumible, lo iba a heredar junto a las otras posesiones del lord? No tiene sentido.
Lestrade refunfuñaba:
-Bueno, en eso no había pensado yo… Tal vez lo robase para inculpar a otra persona. Mis amigos de la policía local me aseguran que el abogado, esa mosca muerta de Wardroper, es un amante de la joyería de lujo y es probable que codiciase el diamante. Tal vez Moresby-Jones lo sepa y robase la joya para echarle el muerto (con perdón) al abogado y albacea del difunto lord.
Holmes mordisqueaba la pipa. Ya se iba retrasando la hora de entrevistar a los amigos y criados del pobre lord Moresby. Aplazó la disquisición con el hosco Lestrade, y pidió que llamase al sobrino para interrogarle. Yo asistía a aquellas discusiones, entre interesado y divertido, tomando nota de todo, porque yo siempre tomaba muchos apuntes en la facultad de medicina, aunque luego me catearan en casi todas las asignaturas.



[CONTINUARÁ...]

lunes, 16 de noviembre de 2009

Nuevas aventuras de Holmes y Watson (3)

LA 
AVENTURA 
DEL 
DIAMANTE 
PEDRUSKOW 
(III) 

[Dedicado a Sir Lance]


Muchas fueron las aventuras que el Dr. John H. Watson no pudo o no quiso contar de su amigo Sherlock Holmes, el mejor detective del mundo. Pero que el buen doctor no las revelara al público en su momento no quiere decir que no existieran. Y, así, las escribió y las guardó en su archivo para disfrute y regocijo de sus nietos y de las generaciones del futuro. Nosotros hemos podido tener acceso a esos archivos hasta ahora secretos y aquí os iremos ofreciendo algunas de aquellas desconocidas aventuras de Holmes y Watson.


VII




El inspector Lestrade continuó su relato de los hechos: 

“La colcha estaba tan llena de sangre que el ama de llaves, espantada por la horrible visión, tiró al suelo la bandeja con el té y llamó a los demás, gritando como una loca. Atraídos por los gritos, llegaron Moresby-Jones, el sobrino, el doctor Hopkins y Wardroper, el abogado. 


Tomó la iniciativa el doctor Hopkins, quien al ver la colcha llena de sangre, mandó al abogado que cogiera la caja de caudales para poner a salvo el diamante y al sobrino que se llevase a la histérica señora Hutchinson y a todos los demás abajo, mientras él intentaba ver si podía salvarle la vida al lord, aunque mientras se iban oyeron cómo el médico susurraba tristemente ‘Imposible, está muerto’. 


El sobrino bajó con la señora Hutchinson y los demás miembros del servicio doméstico y se instalaron en el salón. El abogado les acompañó, con la caja de caudales bien protegida. 


Por curiosidad, el sobrino pidió al abogado que le enseñase el diamante. Wardroper accedió a regañadientes. Cuando abrió la caja comprobaron que ¡el diamante había desaparecido! Así, a las once y media, el sobrino del lord subió al cuarto de su tío. El doctor estaba pálido por la impresión. 


Le permitió entrar, diciéndole que no había podido hacer nada por su tío. Mientras, el abogado mandó que llamaran a la policía local de Surrey, quien acudió lo más pronto que pudo. A las doce comenzó oficialmente la investigación del caso: lord Moresby había sido asesinado y su muerte la causaron tres salvajes puñaladas en el pecho. El diamante había desaparecido y, lo más inquietante de todo, era que ¡nadie había podido entrar ni salir del cuarto de lord Moresby Passington sin ser visto! 


Recuerden que la estancia se hallaba cerrada con llave y las ventanas del cuarto también estaban cerradas por dentro. Ayer nos llamaron de Surrey para que colaborásemos con ellos en la resolución del caso y es que la policía local no es muy eficiente que digamos… Esto son los hechos más destacados del caso, caballeros”.



Lestrade terminó su pomposo discurso, y ni siquiera las lujosas lámparas de la Mansión pusieron algo de luz en su relato. Holmes estaba reconcentrado en el butacón, fumando y pensando, con los ojos cerrados. Al poco, preguntó:








-¿El ama de llaves, la señora Hutchinson, llegó a entrar en el dormitorio de Lord Moresby? Quiero decir, ¿traspasó el umbral de la puerta o no?








-Creo que no –dijo Lestrade, lacónicamente. Es más. Estoy seguro de que no. No, no entró, porque la bandeja con el té derramado estaba fuera del cuarto.








-Entonces ya hemos avanzado algo. Casi diría que tenemos el caso medio resuelto…








-¿¡Cómo?! –se levantó Lestrade, despertándose definitivamente de su letargo.








-No me mire usted así, hombre. Creo saber quién mató a Lord Moresby, pero aún no sé dónde puede estar el diamante sustraído. Es la segunda parte del asunto, porque aquí hay dos crímenes, tal vez tres, ya veremos.








-¿De veras… –balbuceó Lestrade– de veras sabe usted quién mató al lord?








-Sí, gracias a su acertada respuesta sobre el ama de llaves. Mañana mismo he de empezar a interrogar a todo el mundo. Por eso, señores, me voy a la piltra, que mañana tengo mucho que trajinar.








-¿No nos adelanta nada? –musité, asombrado por la sagacidad de mi amigo.








-Sí que les adelantaré algo…








Los dos, Lestrade y yo, le miramos con cara de lechuzas hipnotizadas.








-Que nada es lo que parece y que me encanta la decoración de este salón.









Quedamos ayunos de pistas. Lestrade, enfurruñado, volviose a su camastro en “La Posada del Calamar Bizco” y yo, intrigado, empecé a escribir esta historia en mi diario. A lo lejos, las campanas de una iglesia tañeron dos veces: eran las dos de la mañana y ninguno, excepto Holmes, sabíamos quién habría matado a Lord Moresby Passington y habría robado el diamante Pedruskow.




[En breve, CONTINUARÁ...]




Nuevas aventuras de Holmes y Watson (2)



LA AVENTURA DEL DIAMANTE PEDRUSKOW (II)
[Dedicado a Sir Lance]

Muchas fueron las aventuras que el Dr. John H. Watson no pudo o no quiso contar de su amigo Sherlock Holmes, el mejor detective del mundo. Pero que el buen doctor no las revelara al público en su momento no quiere decir que no existieran. Y, así, las escribió y las guardó en su archivo para disfrute y regocijo de sus nietos y de las generaciones del futuro. Nosotros hemos podido tener acceso a esos archivos hasta ahora secretos y aquí os iremos ofreciendo algunas de aquellas desconocidas aventuras de Holmes y Watson...






IV. Durante el trayecto desde Londres hasta Surrey, mi amigo Sherlock Holmes y yo tuvimos oportunidad de charlar largo y tendido (íbamos en wagon-lit) así como de comentar el caso, algunos detalles del cual eran extremadamente interesantes, esos detalles bizarros, macabros, truculentos y abracadabrantes que tanto le gustaban a mi amigo. Hablábamos para matar el tiempo…


-¿A eso se refería, querido Holmes, cuando me dijo que esto iba a solucionar mis problemas financieros?


-En efecto –contestó él, exhalando una bocanada de humo de su maloliente pipa– Watson: quien recupere el diamante Pedruskow recibirá una jugosa recompensa de 100.000 libras esterlinas de vellón. Ni qué decir tiene que la compartiré con usted, apreciado amigo.


-¿Tan seguro está de recuperar la joya?


-Of course, my friend. ¿Acaso duda usted de mi pericia? 


-Ni mucho menos, Holmes. Nadie más capacitado que usted para realizar esa tarea. Sólo me temo que el ladrón haya volado…


-Veremos… Aunque haya escapado, no le será tan fácil desahacerse de una joya de ese calibre: sepa que el diamante Pedruskow pesa un kilo y cuarto y mitad de cuarto, posee irisaciones anaranjadas y está valorado en más de dos millones de libras de vellón.


Comoquiera que poco podía hacerse en torno al diamante, cambié de tema y le rogué que me resumiera todo lo que sabía del caso. Por desgracia, era muy poco y se limitaba prácticamente a lo que ponía en los periódicos. Habría que esperar a que llegáramos a la escena del crimen, donde la policía y los testigos podrían darnos una idea más aproximada de los hechos que habían culminado con la trágica muerte de Lord Godofredo Moresby.




V. Tras unas cuantas horas de parloteo, pipa va, pipa viene, y de apestar el tren hasta convertirlo en un fumadero, llegamos a Surrey. El viaje había sido monótono a más no poder. Ya en la estación, como no quedaban automóviles disponibles, porque se los habían llevado para ver las carreras de caballos, alquilamos un carruaje (un dos caballos, Ford Albión, modelo 1881), metimos las maletas en él y nos encaminamos hacia Moresby Mansion. Holmes dejó que yo guiase el carruaje. Gran error por su parte, porque me oriento peor que una tortuga en unos grandes almacenes, y por eso tardamos ocho horas en llegar a la casa del Lord, cuando su casa estaba a menos de una hora de la estación del tren. Casi tardamos más en ese viaje que en recorrer la distancia de Londres a Surrey. Holmes dijo que me lo iba a descontar de la recompensa, por hacerle perder el tiempo…


-Ahora se habrán borrado todas las huellas dactilares, so mendrugo.


-Perdóneme, Holmes. Yo creí que era a la izquierda. Es que esto está muy mal señalizado. ¡La culpa es del alcalde de Surrey, ese Gallardonsmith!


-Ya, ya… Échele usted la culpa al alcalde, merluzo. Llegamos tarde hasta para cenar. Nos quedaremos con las ganas de probar la compota de sardinas con salsa de coliflor de la señora Gaspara Hutchinson…


-¿Cómo sabe usted que ha hecho compota?


-Elemental, bobalicón: porque la vengo oliendo desde hace tres millas… 
 
VI. Al final sí que probamos la compota. Un asco, o al menos eso me pareció a mí, que prefiero un buen plato de cocido londinense con chorizo. A Holmes, en cambio, le gustó: repitió tres veces. Luego repitió que llamaran al inspector Lestrade, quien a esas horas se hallaba durmiendo en la “Posada del Calamar Bizco”, cercana a Moresby Mansion. A regañadientes, vino tras el pelirrojo Tim Timson, el mozo de cuadra del difunto lord, que había ido a buscarle.




-¡Qué durmiendo…! ¡Estaba reflexionando sobre el caso! –gritó Lestrade.



-Nos haría usted un gran favor si nos resumiera los pormenores mayores de este extraño asunto –susurró Holmes, arrellanado en un cómdo butacón.



Mientras Lestrade bostezaba con cara de lechón aburrido, cogí mi libreta y comencé a apuntar lo que decía:


No hay mucho que contar. 
Tiene razón en que resulta extraña la muerte de Lord Moresby, pero más extraña aún es la desaparición del diamante. La cosa fue así: anteayer, a eso de las nueve, el lord se sintió mal. 
Tenía terribles dolores de estómago, como cuando hay que pagar a Hacienda. 
Entonces, se hizo llamar a Rodolfo Hopkins, el médico personal del lord. 
Tras media hora de espera, mientras Moresby se retorcía de dolor, apareció el médico. Lo reconoció y le recetó varias medicinas, amén de obligarle a guardar cama. 
Como el lord debió pensar que se moría, mandó llamar a Basilio Wardroper, el abogado de la familia, quien trajo el testamento del lord y la pequeña caja de caudales que contenía el diamante. 
Le entregaron los documentos y la caja a lord Moresby, el cual, ya algo más aliviado, pidió que le dejaran solo en sus aposentos. A las diez llegó a la casa Artemio Moresby-Jones, el sobrino del lord y su familiar más directo: en realidad, creemos que es el heredero universal de los bienes del lord. 
El sobrino estaba muy inquieto. Por orden expresa del doctor Hopkins, no se le dejó ver a su tío. Sea como fuere, a eso de las diez y media, según relatan los testigos, el sobrino, el doctor y el abogado subieron al dormitorio de Lord Moresby Passington. 
Aún estaba con vida, según han ratificado los tres, y la caja con el diamante estaba en la mesilla de noche, sobre los papeles del testamento. 
Por mucho que el sobrino quiso hablarle, el lord apenas podía articular palabra. Se hallaba muy demacrado y pálido. Al fin, pudo musitar unas palabras: “Té con limón…” 
Como pensaron que eso era lo que quería, mandaron que se lo hiciese la señora Hutchinson. Salieron los tres de la habitación, cerraron con llave y esperaron a que llegase la señora Hutchinson con el té. 
A las once, más o menos, llegó a la puerta del dormitorio del lord, abrió con su juego de llaves, y… 

¡encontró muerto al pobre Lord Moresby!


[En breve, CONTINUARÁ...]

CHISPAZOS OTOÑALES

Tras el cambio de hora al llamado "horario de invierno" y con la vista puesta en la nueva edición de las Elecciones Generales en ...