DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS (2) [Dedicado a CAMINANTE]

DUELO POR UNA ANTIGUA NÉMESIS
(2)

No fue hasta el jueves de esa misma semana de febrero que el Padre Brown tuvo noticias de su amigo el detective gascón. Mientras el sacerdote se afanaba en la lectura de un libro con vidas de santos, el buen Flambeau apareció de nuevo en el despacho de la iglesia de Camberwell. Entró más radiante y gallardo que nunca, brillantes los ojos bajo un sombrero de fieltro azul. Saludó efusivamente a su compañero de aventuras, se atusó el artístico bigotito y, tras aclararse la garganta, declaró:
-¡Acabo de recibir una nueva carta de Sir Wilfred! No sólo está de acuerdo en que vaya usted también a su finca, sino que arde en deseos de conocerle puesto que ha oído contar muchas anécdotas acerca de su sagacidad en la resolución de misterios criminales.


El Padre Brown aparentaba estar tan distraído como siempre, con sus ojos grises perdidos en el infinito. A Flambeau siempre le había extrañado que un hombre tan agudo, tan perspicaz y tan avispado para solucionar los más intrincados enigmas tuviera casi siempre aquella expresión alelada, aquel gesto embobado y simplón. Pero sabía que, bajo aquella apariencia de falsa estolidez, se ocultaba un poderoso cerebro y un corazón tan grande como generoso y muy experimentado en el conocimiento del alma humana. Eran ya muchas las veces que le había visto mostrar esa cara de eterno distraído pero siempre llegaba un punto en que, ante el misterio insoluble, los ojos del Padre Brown se iluminaban, señal de que acababa de dar con la clave del suceso. Y era entonces cuando más se asombraba Flambeau, por la súbita metamorfosis en el rostro de su amigo.
Tras un leve silencio de unos pocos segundos, el cura dijo:
-Muy amable de su parte. También yo estoy deseando conocer a Sir Wilfred. Y al Fiscal Parks. Me figuro, querido Flambeau, que no serán los únicos invitados...


-En efecto -corroboró el titán francés-, tiene usted razón. Como es lógico, a la fiesta de reconciliación entre el Magistrado y el Fiscal asistirán otras personas pero, como ya sabe, yo sólo conozco personalmente a la esposa de Woolcott, Eleanore, a la hija de ambos, la señorita Miss Louise Woolcott, y a los miembros del servicio doméstico, en especial a Carter, el mayordomo principal de la familia, el cual me ayudó mucho cuando recuperé el anillo de esmeraldas de la señora Eleanore. Se me ha confirmado la asistencia del Juez Thorpe, el padrino de Parks en el duelo, y de algunas otras personas a las que, por desgracia, no conozco. 
 
-¿Aún recela de ese “falso duelo” entre su amigo y el señor Parks? -preguntó el Padre Brown, con tono serio y casi susurrando las palabras.

-Bien sabe usted que no suelo hacer caso de malos augurios pero, en cierta medida, aún me atosiga una extraña sensación que oscila entre la fatalidad de un trágico destino y el deseo de que todo discurra en paz y armonía.

Brown quiso serenar a su amigo y le convidó a una copita de brandy, bebida a la que ambos eran muy aficionados. Tras unos instantes, ambos dejaron que su imaginación poblara sus almas de un moderado optimismo y ya no volvieron a manifestar sus temores. Al poco Flambeau se levantó con mucha parsimonia y, antes de irse, le dijo al cura:


-Et bien, Mon Père, en la carta de hoy el Magistrado nos invita a usted y a mí a la mansión de Woolcott Manor, el Señorío de su familia. Iremos en mi coche, no se preocupe. Lo único que nos pide es que procuremos llegar hacia el mediodía del sábado. Tras la comida, ya por la tarde y antes de que se oculte la luz del sol, tendrá lugar el duelo entre Woolcott y Parks.

-Le veo disfrutando como un niño, y eso que el juego del duelo aún no ha empezado -comentó el cura, con sus grises ojillos rusueños.

-Sí, mon cher ami, ya conoce usted mi debilidad por los duelos en el campo del honor, por los combates y cualquier batalla en pro de una causa, por muy perdida o romántica que sea. Naturalmente, espero que usted asista tanto al duelo como a la fiesta de la noche. Para que no deje desatendidas sus ocupaciones durante mucho tiempo, volveremos el domingo por la tarde. ¿Le parece bien?


El Padre Brown asintió con la cabeza, afirmando estar de acuerdo en todo con su gigantesco amigo y salió a despedirle a la puerta del despacho. Vio cómo se alejaba la imponente figura de Flambeau, mientras él rumiaba sus asuntos, con aquel rostro ensimismado que tanto desconcertaba al gascón y a cuantos le habían conocido alguna vez. 
 
Llegó la mañana del sábado. Lloviznaba ligeramente en la ciudad. Flambeau fue hasta Camberwell a buscar al cura, el cual iba pertrechado con su famoso paraguas de extraño puño, una maletita con lo más necesario y un libro de horas.
El detective francés se quejó de la lluvia y del retraso que eso les causaría pero, animado por el sacerdote, emprendió rumbo a Woolcott Manor, finca y mansión situada a las afueras de Londres, en una tierra llena de pastos verdes, pequeñas casas de campo y carreteras indescriptibles de tan malas y enrevesadas. Flambeau conducía su Rolls Royce con suma maestría. Ya era rico por su casa, así que podía permitirse el lujo de un coche así, pero es que además ganaba mucho dinero como cazador de ladrones de joyas.


Durante el trayecto contaron mil y una anécdotas, comentando sucesos del pasado y del presente, acompañando su charla con el suave humo de la pipa del Padre Brown y los puros que fumaba Flambeau. No hubo nada más digno de reseñarse en aquel viaje, ni demasiado largo ni muy cansado. Gracias a la buena conducción del detective y a que la lluvia no era muy intensa, llegaron a su destino a las doce y media del sábado.

Al llegar a la mansión, una espectacular edificación con dos pequeñas torres a cada lado y una enorme puerta central, flanqueada por dos estatuas, una la de la diosa romana Britania y otra la de la diosa griega Atenea, el cura observó muchos automóviles aparcados a la entrada, señal inequívoca de que habría bastantes invitados al duelo y posterior festejo. 
 
Aquellos autos y la imparable velocidad a la que discurría el maquinismo moderno azoraban un poco al Padre Brown, acostumbrado a la beatífica vida eclesiástica, la cual no le había impedido conocer lo peor del mundo, los pecados más perversos y los pecadores más malvados, y también los más arrepentidos.


Como Flambeau había previsto, fueron recibidos por Carter, el silencioso, alto y corpulento mayordomo de la familia Woolcott, a quien ya conocía de antemano, como ya se ha dicho en el relato de esta historia. Carter se ocupó de que el mozo, Bill Barrett, apenas adolescente, de cara pecosa y pelo color zanahoria, cogiera el abultado equipaje del detective francés, cuyos seis pies de altura convertían al mozo Barrett en casi un pigmeo.
 
Mientras el mozo subía la impedimenta a las habitaciones que su anfitrión les había reservado, el mayordomo Carter les condujo a través de pasillos interminables, llenos de armaduras mohosas, cuadros de aristocráticos antepasados y jarrones enhiestos, a cual más monstruoso o absurdo. Esos continuos, lóbregos y fantasmagóricos pasillos agobiaban un poco a nuestro amigo el Padre Brown, el cual no se separaba de su paraguas ni de su maletita. Siempre se había sentido un tanto incómodo en los ambientes de la alta sociedad pero aquellos pasillos eran demasiado para él: le parecieron un corredor hacia la muerte. 
 
El cura fue acostumbrándose poco a poco a la penumbra de los vetustos y limpios corredores y se dijo que, a pesar de lo que se piensa, a veces la oscuridad es más conveniente que el fulgor para analizar un hecho con claridad de pensamiento, aunque ese hecho sea muy oscuro o nuestro pensamiento no sea demasiado claro. Lo cierto es que el curita detective razonaba mucho mejor entre penumbras que en el alborear de un luminoso día pero, como buen devoto de su fe, prefería la luz a las tinieblas.


Por fin, Carter les abrió la puerta de roble que conducía a un lujoso salón de techos altos, lámparas de araña, mobiliario de estilo victoriano y exquisita biblioteca, cuajada de libros de leyes, códigos, cartografías y catálogos de coleccionismo, además de muchas obras de la más selecta literatura. Al abrirse la puerta, ante la asombrada mirada de Brown y Flambeau apareció un grupito de personas de lo más encantador. La mayoría eran miembros del foro, amigos del Magistrado, pero también había otros que, de manera directa o indirecta, formaron parte del drama que estaba a punto de ocurrir en Woolcott Manor. Se los presentaré a ustedes, queridos lectores, igual que les fueron presentados al Padre Brown y a Flambeau. 
 
Pero antes debemos conocer al anfitrión de la casa, al pobre Sir Wilfred, quien luego sería tan vilmente asesinado. En aquel momento ni el cura ni su gigantesco amigo podían imaginar que estaban estrechando la mano de un hombre que iba a morir en seis horas. Es obvio que ni el propio Sir Wilfred era consciente de que esas iban a ser las últimas seis horas de su vida, pero ¿quién sabe cuándo va a llamar a su casa la pálida dama de la guadaña, esa astuta y sorpresiva visitadora que tantas veces llega a una casa sin dar previo aviso de su llegada?

Fue el propio Sir Wilfred quien salió a recibirles, estrechándole las manos a ambos. Era un hombre de unos cincuenta y ocho años, que lucía un enorme bigote con unas largas y espesas patillas que le cubrían gran parte del mentón. Iba vestido con levita negra y aún llevaba en la mano los guantes y la chistera, tal vez porque habría llegado poco antes que Flambeau y su amigo el sacerdote. También lucía monóculo sobre el ojo derecho, aunque no lo necesitaba pues, a pesar de su edad, Sir Wilfred tenía vista de lince, bien que usara unas gafitas para leer la letra pequeña de los muchos documentos y legajos que pasaban por sus manos. Era muy afable, considerado y de exquisita educación. Algo bajo de estatura pero altísimo en su recto comportamiento y en sus convicciones morales. No se había jubilado, ni pensaba hacerlo mientras le respetase su salud. Amante de la caza, los juegos de azar y todo tipo de colecciones, en especial las de armas de fuego, contaba entre sus vicios con el placer de saborear buenos licores. Amaba el vino, y amaba a su esposa y a su hija. Aunque pudiera parecerlo por algunas de sus aficiones más extravagantes, no era un dandy ni un bon vivant. Siempre se mostró como hombre sensato, juicioso y de firmes principios éticos.


-¡Bienvenidos a mi humilde morada! -exclamó Sir Wilfred, con aquella vieja y absurda expresión ('humilde morada') que gustan de repetir los que viven en mansiones obscenamente lujosas. Luego continuó diciendo:

-Estoy encantado de conocerle, Padre Brown. No sabe cuántas historias he oído o leído en la prensa londinense acerca de su vida y los crímenes que ha resuelto. Fue asombroso cómo cazaron usted y Flambeau a ese tal Kalón, el mercachifle fundador de la maldita secta del Ojo de Apolo, el que engañó y asesinó a la pobre Pauline Stacey... Me alegra mucho tener a los dos aquí.

-Los agradecidos por su hospitalidad somos nosotros -musitó el Padre Brown, que llevaba sus botas manchadas con algo de barro, fruto de la llovizna que habían sufrido desde Londres. Esas botas discordaban ante la limpieza, la pulcritud y la magnificencia de la casa, y aunque a muchos de los invitados les llamó la atención la desastrada forma de vestir del sacerdote, nadie hizo el más leve comentario sobre el particular, ni siquiera de forma privada.


-Sir Wilfred, tengo entendido que va usted a batirse en duelo, ¿no? -dijo Flambeau, sonriendo a la vez que guiñaba el ojo izquierdo.

-Sí, ja, ja, ja... Y para celebrar la ceremonia en el campo del honor, como es debido, tendré al mejor padrino con el que se puede contar. Pero pasen y acomódense. Les presentaré a mi familia y al resto de los invitados...

En efecto, Sir Wilfred, como buen anfitrión, fue dando a conocer a cada una de las personas que formaban ese pintoresco y adorable grupo. En primer lugar, les llevó ante Eleanore, su amada esposa, una mujer de melena larga de color castaño, cuyos ojos tiernamente azules hacían las delicias de todo aquel que los miraba. Era algo más alta que el Magistrado y, en aquella ocasión, lucía un hermoso y entallado traje de raso blanco. En su mano derecha, el anillo de esmeraldas que Flambeau había recuperado de las garras del falso vendedor de Biblias. El detective hizo una reverencia ante la dama y barbotó algo en francés, cualquier galantería que hizo ruborizarse a la dueña de la casa. Seguidamente, Woolcott presentó a su hija Louise, una jovencita de unos veinticinco años, vestida con mucha sencillez, más alta que sus padres, de pelo moreno y penetrantes ojos verdes. Dicen que su rostro casi siempre mostraba una sonrisa llena de encanto, pero en ese momento, cuando Flambeau y el cura la conocieron, su semblante no podía ocultar una tremenda tristeza. Los dos amigos ignoraban entonces cuál podría ser la causa de aquella expresión tan desolada, pero pronto iban a averiguarlo.

Tras presentar a su familia, pasó a los invitados. Como no podía ser de otra forma, el primero al que conocieron fue Arthur Parks, el Fiscal, hombre de unos cincuenta y cinco años, de mediana estatura, ojos enormes y saltones, y pelo escaso. Lucía una bien cuidada perilla que le daba un aspecto casi aristocrático, aunque su familia provenía de los más humilde de Inglaterra. El Fiscal había sabido ascender en la sociedad gracias a su esfuerzo, a su estudio y al buen desempeño de su trabajo. Su voz era firme y atronadora; su gesto, imponente y decidido; sus maneras, las de aquel que se sabe dueño de sí mismo y de la situación. Mostraba casi siempre el ceño fruncido, como si su cerebro estuviera en permanente estado de alerta o tal vez como si algo le incomodara. Esa expresión podía confundirse muy fácilmente con la del enfado o la molestia pero era tan habitual en él que sus amigos y hasta sus clientes se acostumbraron a ella y ya no sabían decir cuándo sabrían si Parks estaba enfadado o sólo concentrado en las mil y una ideas que poblaban su cerebro.


Tanto Flambeau como el Padre Brown notaron que el Fiscal estaba algo tenso, tal vez porque hasta hace poco más de dos meses, tanto Parks como Woolcott pasaban ante todo el mundo como acérrimos enemigos, si bien educados y cordiales, pero enemigos, en definitiva. Era Parks, sobre todo, quien no podía perdonarle a Sir Wilfred ciertos hechos del pasado, como ya se contó aquí: las rivalidades en el campo de la abogacía eran habituales, pero su enemistad creció debido a que Woolcott alcanzó un mejor puesto que él en el mundo de la judicatura. Por último, la espita que vino a hacer saltar sus incidentales relaciones fue un pleito por unas tierras cuya propiedad estaba en entredicho. En ese litigio el propio Arthur Parks era parte interesada, pues reclamaba para sí la posesión de esos terrenos, y fue Woolcott quien demostró que no le pertenecían, con lo que le dejó sin puesto, sin tierras e incluso sin honra. Aquello ya era agua pasada. Desde el pasado diciembre, tal vez por aquello tan engañoso y fugaz del espíritu navideño, tanto Parks como Woolcott habían depuesto las armas. Ahora eran los amigos más sinceros, más leales y más confiados que pudieran existir. 
 
Por último, diremos que al Padre Brown, según me comentó cuando hablé con él, le llamó la atención que el señor Parks fuera un hombre por un lado tan meticuloso en sus asuntos legales y, por otro, tan distraído. Eso nuestro amigo lo observó porque se dio cuenta de que, cuando Parks volvió a sentarse tras saludarles a él y al detective Flambeau, descubrió que llevaba un calcetín de color rojo y el otro de color verde. En aquel momento no le dio la más mínima importancia pero más tarde volvería a pensar en aquella distracción tan absurda e inexplicable.

Luego de conocer a Parks, el Magistrado les presentó al Juez Óliver Thorpe, un carcamal de setenta años, casi sordo y de mirada de topo. Nadie se explicaba que Parks hubiera elegido un padrino tan poco capacitado pero, como se trataba de un “falso duelo” y tal vez por los lazos de amistad que unían a Thorpe con los dos contendientes, su presencia allí estaba más que justificada. Tras saludar al señor Thorpe, Sir Wilfred tuvo la amabilidad de hacer los honores con el capitán George Gallagher, un joven irlandés, muy apuesto y de mirada oscura y decidida, que estaba allí como invitado de la familia. Woolcott, tan aficionado a la caza y las armas de fuego, comentó de forma fría y envidiosa que Gallagher era un excelente tirador. Entonces ni Flambeau ni Brown le dieron mucha importancia a ese hecho pero, una vez que fue cometido el crimen, en esos primeros instantes de horror todas las miradas se volvieron hacia el capitán irlandés.


Completaban el grupo otras dos personas: el señor Henry John Redvill, un viejo anticuario al que los dos rivales trataban con cierta frecuencia, pues ambos le conocían por su mutua afición a las armas y al coleccionismo. De hecho, algunas de las colecciones de Sir Wilfred las había adquirido en la tienda de Antiquités de Redvill. El anticuario era hombre de movimientos lentos, muy parsimonioso y de habla susurrada, casi ladina. Al Padre Brown le impresionó conocer a aquel personaje: su delgado cuello estaba lleno de arrugas y asomaba por entre su camisa como el de una tortuga que se asoma desde su caparazón. El anticuario señor Redvill era, sin duda, una tortuga, una vieja y arrugada tortuga, de mirada bizca y labios delicados. Por último, Flambeau se extasió ante la mirada de la joven Artemise North, la dama más hermosa de aquel conjunto de personalidades tan dispares. La señorita Artemise North aún era soltera, se dedicaba al periodismo y, como conocía a Sir Wilfred porque éste, de forma muy gentil y desinteresada, le había prestado algún dinero en ciertas ocasiones, quiso corresponder a la amistad del Magistrado presentándose en la casa y ofreciéndose para ser la cronista del evento social, ya que la señorita North trabaja para el Evening Star. El Padre Brown notó en la mirada de su amigo que este acababa de enamorarse de nuevo una vez más y dejó ver una leve sonrisa que ninguno de sus interlocutores supo a qué atribuir.

-¡El duelo se celebrará esta tarde a las seis, antes de que el sol caiga! -aulló Sir Wilfred. -Damas y caballeros, acompáñenme al comedor principal. Mis cocineros les han preparado un comida tan exquisita que no podrán olvidarla en su vida.


El infeliz de Sir Wilfred ignoraba entonces que en poco menos de seis horas, tras aquella comida tan opípara como suculenta, su cuerpo yacería boca arriba, junto a los jardines que con tanto esmero había cuidado, sobre un charco de espesa sangre y con una terrible expresión de espanto fija en sus ojos, ya sin ningún brillo ni asomo de vida. Tan aciago y cruel es el hado de la fatalidad con los humanos.

[CONTINUARÁ...]

Comentarios

Entradas populares